Ignacio Camacho-ABC
Galdós y Bécquer adaptaron a la convulsa realidad española las grandes corrientes estéticas de la Europa decimonónica
«Mis cuentas no están cabales. /Me falta una golondrina / y me sobran tres cristales» (Manuel Alcántara)
Un siglo después de su muerte, Galdós ha sido capaz de provocar en España una polémica literaria. El civilizado duelo a pluma entre Muñoz Molina y Cercas recupera una brillante tradición intelectual y periodística que constituye una salutífera novedad en un tiempo y un país donde las querellas se ventilan a base de zascas procaces en el basurero de Twitter. Pero sobre todo demuestra que el legado galdosiano, encajonado durante décadas en planes de estudio cada vez más triviales, aún suscita, como en su propia época, debates capaces de devolverle una cierta vigencia. Sin leer a don Benito es imposible entender nuestro turbulento y complejo siglo XIX, en el que a veces se refleja -salvo en la recurrente violencia- esta
inestable posmodernidad que busca legitimidades en la Segunda República sin apercibirse de sus concomitancias con el desbarajuste de la Primera. La inmensa obra de Galdós quizá carezca de la versatilidad de Balzac o de la trascendencia de Flaubert pero representa, junto a la de Baroja, la continuidad de la estirpe cervantina de escritores empeñados en explicar el mundo y la historia a través del espejo (stendhaliano) de la novela.
Bajo el centenario del gran escritor, académico y diputado discurre empero con cierta opacidad la efeméride del nacimiento de Bécquer, del que esta semana se han cumplido 150 años. El poeta sevillano vio la luz del barrio de San Lorenzo un año antes del suicidio de Larra; del humo de aquel pistoletazo romántico emergió el duende de un simbolismo tardío que desafiará con sus arpegios intimistas la prosaica musicalidad de la lírica burguesa. Cuando Galdós escribe «La Fontana de Oro», Bécquer vive inmerso en la agitación del Madrid de la revolución liberal, cuyo ambiente conspirativo es herencia directa de las intrigas fernandinas que relata la novela. Pero las «Rimas» del «Libro de los gorriones» ya están en su mayor parte escritas en esa fecha; bajo la convulsión política y civil en la que participa como periodista, su intuición encuentra el modo de fundir materiales de Heine, de Baudelaire o de Musset en una nueva poética, y de inspirarse en los paisajes de Friedrich para crear la sobrecogedora escenografía gótica de las «Leyendas». De construir, en suma, un impulso de renovación sentimental y estética que trasciende la popularidad póstuma que lo encasillará entre madreselvas, cristales, golondrinas y hasta billetes de cien pesetas.
Entre uno y otro, el canario y el andaluz, el novelista y el vate, adaptaron a la realidad española las grandes corrientes literarias de la Europa decimonónica. Bastaría con eso para que una nación consciente de su Historia saque con máximos honores a ambos del cono de sombra en que los ha ido arrinconando una educación de indigencia desoladora.