Ignacio Varela-El Confidencial
Es obvio que no se puede reproducir en los mismos términos la experiencia de los Pactos de la Moncloa de 1977. El momento que se vivió entonces y el de ahora tienen pocas cosas en común
Es obvio que no se puede reproducir en los mismos términos la experiencia de los Pactos de la Moncloa de 1977. El momento que vivió España entonces y el que vive ahora solo se parecen en dos cosas: en su carácter de encrucijadas históricas, por ser de esos instantes que marcan el destino de varias generaciones, y en su potencial explosivo, por venir cargados de dinamita económica, política y social.
Marx explicó en 1852 que la historia solo se repite como farsa. Seguro que no imaginó que unos dirigentes políticos en España, 168 años más tarde, se tomarían esa idea tan al pie de la letra. Todo lo que Gobierno y oposición han escenificado hasta ahora en torno al acuerdo ha sido un macabro baile de disfraces. Ni unos ni otros tienen la menor intención de avanzar seriamente por ese camino.
La secuencia más probable de los hechos recientes es esta: cuando los medios de comunicación pusieron en circulación la idea de recuperar el espíritu del 77, los respectivos equipos de ‘marketing’ —que jamás descansan— constataron que la angustia social es de tal intensidad que resultaría suicida oponerse de frente. Así que ambos campos resucitaron la vieja maniobra de levantar la bandera lo más alto posible para golpear con el mástil al adversario por hacerla inviable (que es, en realidad, el propósito común de los estados mayores). Está en el manual de cómo se sabotea un pacto indeseado, ensalzándolo hasta hundirlo.
También hay un manual de instrucciones para hacer nacer un acuerdo nacional que de verdad se quisiera alcanzar. Mientras transitamos de una crisis sanitaria terrorífica a una aterradora depresión económica con una seria avería en el casco de la democracia como telón de fondo, lo que se demanda inicialmente de los líderes políticos son tres cosas:
Primero, respetar el ‘statu quo’, renunciando a movimientos desestabilizadores mientras la crisis está en todo lo alto. Este es el Gobierno que hoy tenemos, y con él hemos de atravesar la tormenta por mucho que nos disguste. Ello también exige que el que está al timón se haga merecedor, si no de la confianza, al menos del respeto que deriva de su inmensa responsabilidad.
Lo segundo que se necesita es la imagen poderosa de los responsables políticos del país, juntos (física o telemáticamente), dispuestos sinceramente a compartir la tarea de sacarnos del pantano. Incluso si para alguno de ellos el esfuerzo comporta una inmolación.
Que en su estomagante homilía del sábado Pedro Sánchez enarbolara la enseña de los Pactos de la Moncloa y media hora después tuviera un brevísimo intercambio telefónico con el líder de la oposición sin que ninguno de los dos se molestara siquiera en mencionar el tema demuestra hasta qué punto ambos descreen y recelan de un acuerdo como ese. Habría sido mucho más útil que Sánchez invirtiera los tiempos: 10 minutos de telediario para explicar, de forma clara y precisa, el estado de las cosas, y varias horas de diálogo con el jefe de la oposición y con los demás líderes.
También se precisa un documento. Un programa compartido de objetivos y medidas económicas y sociales para afrontar la legislatura más tenebrosa de la democracia. Acciones concretas que el Gobierno se comprometería a ejecutar y los demás a respaldar, incluyendo las bases de un presupuesto que pueda ser votado por más de 250 diputados. Una hoja de ruta no para ganar las próximas elecciones, sino para evitar llegar a ellas con España devastada.
Todo ello podría gestarse, si se quisiera, en un par de semanas. A partir de ahí, habiendo lealtad mutua, el seguimiento de los acuerdos es realizable con los instrumentos existentes. Para la parte legislativa está la Junta de Portavoces del Congreso. Para la dimensión territorial del pacto, la Conferencia de Presidentes y los múltiples mecanismos de coordinación entre el Gobierno central y los autonómicos. Para la interlocución con empresarios y sindicatos, la mesa del diálogo social. Todo está inventado, solo hay que creérselo.
Nadie ha dado ni dará un paso decisivo en esa dirección. El único partido que hoy apuesta sinceramente por la concertación, Ciudadanos, paga la condena de la irrelevancia por reventarla cuando la tuvo en la mano. Los dos grandes partidos están embarcados en una competición por endilgar al otro la culpa del aborto de una criatura que ninguno de ellos desea. Podemos hace todo lo que puede por arrastrar a su socio lejos de la tentación. Vox nació en el monte y ahí sigue. Y los nacionalistas, como siempre, están a lo suyo —que, por definición, es lo contrario de lo de todos—.
No hacía falta el coronavirus para saber que todos los principales problemas de España necesitan entendimiento transversal, acuerdos amplios y mayorías no sectarias. Esta viene siendo la lacra de la política española desde el principio del siglo, se exacerbó en 2015 provocando cinco años de bloqueo y desgobierno y adquiere tintes desesperados cuando el país se ha confinado para salvar la vida y pronto puede quedar arruinado.
Este Gobierno lleva la división en los genes. De hecho, es fruto de ella. Sin un cisma político previo, alimentado durante años, Frankenstein jamás habría cobrado vida como fórmula de Gobierno. Necesitó la confrontación para nacer y probablemente la necesita también para subsistir. Por eso la idea de un acuerdo nacional repugna todos los instintos de sus dos creadores.
En cuanto al PP, no se recuerda un Gobierno socialista al que no haya intentado desestabilizar, incluso llevando el país a situaciones límite. Fraga apostó por la derrota del Gobierno en el referéndum de la OTAN, lo que habría capado en su raíz el proyecto europeo de España. Aznar capitaneó el ‘sindicato del crimen’, creado para llevar a Felipe González a la cárcel ante la imposibilidad de derrotarlo en las urnas (versión de Luis María Anson). Rajoy empujó España al precipicio económico el 12 de mayo de 2010 para ver descrismarse a Zapatero. Y a Pablo Casado se le nota en demasía el cálculo del botín que espera obtener cuando la mezcla de la peste y la recesión se lleve por delante el artefacto de Sánchez e Iglesias.
Se equivocó Andreotti en el diagnóstico. Lo que le falta por arrobas a la política española no es ‘finezza’ sino grandeza. Aunque solo sea un poco. Aunque solo sea por esta vez. Por favor.