Jon Juaristi-ABC

  • Sobre el nacimiento de los despotismos en su relación con el teatro de sobremesa

No, no me refiero a la segunda república española, ni a la primera, sino a otra mucho más antigua. A la primera de todas, anterior incluso a la romana. A la Ciudad Ideal que Platón describió por extenso en su manual para autócratas, cuyo libro VII explica por qué los hombres no merecen ser libres. No lo merecen porque lo confunden todo. Confunden las ideas eternas, verdaderas e inmarcesibles, con sus pálidas copias materiales, pasajeras y engañosas.

El mito de la caverna, ¿recuerdan? Encadenados desde su nacimiento a las paredes de un antro tenebroso y de espaldas a la oquedad que lo comunica con el exterior, los desdichados prisioneros no conocen sino las sombras de figuras de piedra o de madera que otros hombres levantan y hacen desfilar por encima de una mampara de titiritero tras la que arde una hoguera.

La tradición filosófica ha querido ver en este mito una teoría metafísica. Y la hay quizá, pero, sobre todo, este mito envuelve una enseñanza política para aspirantes a tiranos. En efecto, los portadores de las imágenes no son menos hombres que los aherrojados en el fondo de la caverna. La diferencia entre unos y otros es que los de fuera se mueven a su antojo y no sólo conocen el mundo exterior, sino el método para inducir en los confinados -llamémosles así desde ahora- una visión falsa de la realidad: la misma que justifica que se les confine cargados de cadenas y se les someta al arbitrio de los detentadores del poder. La República es un discurso sobre la sumisión obligatoria conseguida, como habría dicho Maquiavelo, mediante forza e froda, violencia y engaño.

El mundo clásico vió en el mito platónico de la caverna un mero teatro de sombras, como los que chinos y javaneses devolverían a Europa durante la expansión colonial de la modernidad. Nuestro siglo XX lo comparó acertadamente con el cine, aunque el nazismo consiguió transformarlo en un medio mucho más eficaz para el dominio y violación de las masas por la propaganda: la radio, que suprimía las sombras y la caverna, sumergiendo al oyente en el terror del espacio acústico. Combinando los dispositivos de uno y otra, la televisión y sus derivados (pantalla del ordenador, pantalla del móvil) alcanzaron una eficacia portentosa en la suplantación de la realidad por sus simulacros.

¿Qué mejor situación de partida para la destrucción de las libertades políticas y la conversión de la ciudadanía en rebaño sacrificable que el encierro total por decreto en sus casas, más o menos cómodas o incómodas, del palacete al tugurio infecto, pero todas o casi todas provistas de sus actualizados teatrillos de sombras, cuya interactividad, por mínima que sea, ya se encargarán los tiranos de suprimir o recortar en aras de una Verdad Única, la suya? En una primera fase hablarán de monitorización necesaria y de otros tecnicismos fecales. Incluso tratarán de justificarse diciendo que la gente lo pide, que las encuestas demuestran que hay una mayoría social adicta a la coprofagia. No hay que transigir con una sola de sus mentiras. En toda situación de caos y de angustia insoportable siempre aparece un chivo expiatorio, es cierto, pero siempre lo señala quien dirige el teatro y maneja el látigo.

Al principio, van siempre de buenos. El 10 de marzo de 1933, algo más de un mes desde la llegada de Hitler al poder, Victor Klemperer anotaba en su diario: «Protesta indignada [de los nazis]: los judíos de bien no tienen nada que temer. Acto seguido, prohibición de la Unión central de los ciudadanos judíos de Turingia por haber criticado y denigrado talmúdicamente al gobierno». Después vendrían a por mi vecino, y, como yo no era judío, seguí mirando tranquilamente la tele, etcétera.