Ignacio Camacho-ABC

  • La idea de una involución autoritaria es ahora el debate esencial de las democracias representativas. Asoman tras la pandemia tentaciones oportunistas que pretenden situar a una población despavorida ante un dilema de premisas ficticias: optar entre la economía o la salud o, más dramáticamente, entre la libertad y la vida

Cuando un Gobierno sugiere, aunque sea mediante una encuesta, que se pongan límites a la información y se establezca un canal único de «fuentes oficiales», está utilizando el estado de alerta para tratar de establecer de facto una restricción de la libertad de prensa. En un Ejecutivo como el español, obsesionado con la propaganda, el episodio del estrafalario sondeo del CIS no constituye una simple anécdota: es un test de opinión pública para blindar su criticada actuación ante la pandemia y comprobar hasta qué punto está la ciudadanía dispuesta a someter sus derechos a cuarentena y ratificar las limitaciones de su soberanía que conlleva la implantación del estado de emergencia.

Debido a la amenaza universal del coronavirus, el debate sobre la contracción de las libertades por razones de salud pública afecta a la mayoría de las democracias occidentales, cuyo ordenamiento jurídico carece por lo general de previsiones ante una situación que ha roto los anclajes de la sociedad del bienestar y zarandea sus confortables bases. La necesidad de frenar la infección ha obligado a recurrir a confinamientos masivos que chocan con la protección de la autonomía individual recogida en los textos constitucionales. Y tras la pérdida teóricamente transitoria y por fuerza mayor de la libre circulación y otros derechos, surge en el horizonte inmediato la posibilidad de actuaciones invasivas en la intimidad de los sujetos: geolocalización a través del teléfono, «arcas de noé» públicas para el aislamiento de enfermos, regulación de movimientos, pasaportes de inmunidad sanitaria que pueden acabar sirviendo de mecanismos de selección de empleo. Más allá de eso, se perfila el crecimiento de una tendencia estatalista favorable a la nacionalización de empresas o sectores estratégicos y empieza a tomar cuerpo una ruptura de los contrapesos institucionales y sociales al poder de los gobiernos. Una reversión, en suma, del marco liberal sobre el que se asienta el progreso moderno. La sombra del Gran Hermano disfrazado de Estado proteccionista y benéfico que se hace presente explotando el más paralizante y devastador de los sentimientos: el miedo.

Contribuye a este peligroso marco la percepción creciente de que ciertos regímenes totalitarios -como China, pese a las patentes evidencias de un monumental encubrimiento de Estado- o democracias imperfectas -Corea, Singapur- han sido más eficaces contra la epidemia por su capacidad de actuar con métodos tajantes y rápidos. Un cuadro de situación que coincide con el auge de lo que el politólogo de Cambridge David Runciman llama -en un libro significativamente titulado «Cómo acaban las democracias»- el «autoritarismo pragmático», y que dibuja la oportunidad, el momentum adecuado para que una cierta política desaprensiva tienda a expandir su ámbito de influencia aprovechando la sensación de orfandad que el virus inocula en muchos ciudadanos. Si el sistema democrático deja de ser la única regla aceptable -«the only game in town»- bajo la presión del pánico, surge el idóneo escenario para que los populismos impongan sus discursos redentoristas en colectividades atenazadas por el desasosiego y el temor al desamparo. El prosaico y utilitarista «primum vivere» de los clásicos.

Ésta es la cuestión decisiva, sobre la que gira el debate de unas sociedades acongojadas por la irrupción de una crisis con tintes de distopía que deben abordar sin pautas de respuesta preestablecidas. Democracias representativas situadas en una coyuntura delicadísima ante el desafío crucial de hallar soluciones solventes sin menoscabo de su calidad política, y hacerlo con la suficiente energía para no ceder espacio a las tentaciones oportunistas de dislocar las estructuras de tutela efectiva sobre la separación de poderes y otros mecanismos de seguridad jurídica. Lo que está ahora en juego es la prevalencia del Derecho ante un dilema de premisas ficticias que pretende situar a una población despavorida frente a la falsa opción entre la economía o la salud o, más dramáticamente, entre la libertad y la vida.

La idea de una involución autoritaria no es ahora mismo ninguna ficción conspirativa ni un desvarío fantástico; está presente incluso en sociedades avanzadas como Alemania, cuyo sustrato de idealismo hegeliano no ha logrado espantar la memoria de terribles experimentos totalitarios. Y asoma en países como España, donde los frágiles consensos democráticos se tambalean ante la influyente presencia en el poder de un partido que simpatiza abiertamente con el socialismo bolivariano y que proclama sin tapujos su voluntad de liquidar el régimen constitucional monárquico y de combatir la emergencia sanitaria y social con un programa de intervención estatal sobre el sector privado. La instauración de un período de excepción apenas disimulado, el coqueteo con medidas de censura informativa, la reducción del control parlamentario o las apelaciones nada metafóricas a un «estado de guerra» con el Ejército desplegado dibujan un progresivo avance hacia un marco autocrático en el que el presidente del Gobierno y sus aliados pretenden investirse de privilegios arbitrarios y silenciar las críticas a una gestión caracterizada por su clamorosa secuencia de fallos, con decisiones que primero ayudaron a expandir el contagio y luego han demostrado un sorprendente grado de incompetencia para controlarlo.

Hasta ahora, los españoles han aceptado con lealtad una larga reclusión comunitaria y otras medidas de dudosa constitucionalidad enmarcadas en la declaración del estado de alarma.Pero toda delegación de soberanía, con el correspondiente detrimento de autonomía personal, requiere una contrapartida de confianza que no puede ser malversada por unas autoridades entregadas a la autocomplacencia sectaria. El poder ha de merecer el sacrificio que impone cuando decreta la paralización de la normalidad cotidiana, y hacerse acreedor de la dolorosa -y voluntaria- cesión que el pueblo le efectúa con plena conciencia de la gravedad de las circunstancias. Y no es eso lo que está sucediendo, sino más bien una expropiación forzosa de las libertades formales, sin utilidad clara ni explicaciones razonables que justifiquen la arrogancia con que el Ejecutivo se atribuye facultades extraordinarias. Con el riesgo de que, cuando termine el encierro y los ciudadanos salgan al fin de sus casas, se encuentren la ingrata sorpresa de una democracia confinada.