Ignacio Camacho-ABC

  • Sánchez ha organizado el fin de la cuarenta de modo que medio país se pelee con el otro medio por tomarse una cerveza

Debe de ser verdad que la epidemia está remitiendo, o lo parece porque el sanchismo vuelve a reunir su bloque de investidura y regresan los garrotazos dialécticos al Parlamento, donde eso de la distancia social, que suena elegante, se limita a un vacío de asientos como el de las tardes de rutina y tedio en que oradores secundarios viven su rato estelar entre ausencias y bostezos. Para Sánchez la normalidad era esto: la mayoría Frankenstein, ese engendro construido con órganos heterogéneos al que Arrimadas se ha sumado inopinadamente como pieza de repuesto por si en su andar vacilante se desprende algún miembro. Ayer no hizo falta y la legislatura aparentó un retorno a su ser primigenio: la displicencia del presidente,

las acometidas de Vox, la demagogia de Podemos y el zarandeo del PP a un Gobierno en el que Casado reconoce ya la sombra catastrófica de Zapatero, de cuyo hundimiento político acaba de cumplirse un decenio. Todo habitual: se hablaba de economía, de rescate europeo, de bloqueo de la Justicia, y el Covid apenas era un pretexto, como si al Congreso ya no llegase el eco de la lúgubre letanía con que el portavoz Simón desgrana su cifra cotidiana de muertos. Ha llegado un momento en el que 184 víctimas al día -como si se estrellase un avión repleto de pasajeros- no merecen cinco segundos de silencio.

A base de decretos y cargantes homilías sabatinas, Sánchez se ha inmunizado contra el fracaso y la crítica. En su limbo bonapartista, rodeado de falsos expertos de mesa camilla, puede pasar con éxito cualquier test de seroprevalencia política, sobre todo después de que el giro de Ciudadanos le haya proporcionado los anticuerpos de los que carecía. Ya sólo le preocupa el último escollo del estado de alarma; si lo salva blindará su deriva autocrática para las próximas seis semanas, justo hasta que las Cortes bajen la persiana. Las autonomías han caído en la trampa de los agravios territoriales y de la rifa de fases de la desescalada y sólo tratan ya de salvar los muebles de sus economías asfixiadas. Ha organizado el final de la cuarenta de tal modo que medio país se pelee con el otro medio por salir a tomarse una cerveza, prioridad social mucho más acuciante que la de reabrir las escuelas. Y a pesar del postureo disidente, meramente circunstancial, de Esquerra, su único proyecto estratégico no corre peligro de quiebra. Tiene respaldo de sobra para mantener confinada a la derecha.

Empeñado en enfrentarse a la crisis en solitario, está convencido de que si logra imponer su «relato» saldrá del trance reforzado en el liderazgo. De ahí el esfuerzo por mantenerse enrocado a salvo de su propia secuencia de mentiras, negligencias y fallos. Una semana más y tendrá carta blanca hasta el verano. Sólo hay un problema: que al virus nadie le ha preguntado y que el 95% de los españoles sigue en riesgo de contagio.