Ignacio Varela-El Confidencial
La crisis económica será el marco narrativo de la tercera temporada de una serie televisiva sobre las catástrofes de la España actual
La crisis económica será el marco narrativo de la tercera temporada de una serie televisiva sobre las catástrofes de la España actual. En la primera temporada, se relató el estropicio político de 2019. La segunda ha mostrado el horror distópico de la pandemia. La tercera tuvo un ‘spoiler’ brutal suministrado por el gobernador del Banco de España, aunque su estreno oficial se espera para finales de julio, cuando aparezcan los datos cataclísmicos de la EPA y el PIB en el segundo trimestre.
El personaje central de esta tercera temporada es el Gobierno, al que tocará gestionar la depresión económica. Un Gobierno que, cada vez más claramente, pivota sobre tres personas: el presidente, Pedro Sánchez, el socio de coalición, Pablo Iglesias, y la vicepresidenta económica, Nadia Calviño. Ellos forman el eje del poder dentro del Ejecutivo, y su compleja interrelación marcará el rumbo que tome el Gobierno en los próximos meses.
Sus perfiles son completamente disímiles:
Pedro Sánchez es un lobo solitario, un aventurero de la política carente de toda aprensión que logró encaramarse sobre una sigla histórica, desguazar sus órganos vitales y ponerla al servicio de un proyecto implacable de poder personal.
Pablo Iglesias es un doctrinario de la extrema izquierda poseído por una concepción política que gira obsesivamente sobre el concepto de hegemonía. Ambiciona el poder tanto como Sánchez, pero no únicamente para su deleite personal, sino para culminar en la España de 2021 el objetivo hegemónico en el que fracasaron sus ancestros. Iglesias es, si se me permite la expresión, un supremacista ideológico de la izquierda reaccionaria.
Nadia Calviño es una tecnócrata criada y adiestrada en el aparato de la eurocracia, instruida en la prevalencia del servicio público sobre cualquier consideración ideológica o partidista. Su mundo es más el de los sobrios despachos bruselenses que el de los cenáculos madrileños o el de la conspiración universitaria trasladada a la política. Y su religión es la ortodoxia económica y el rigor en los métodos, lo que le ha conducido a dos amagos de dimisión en los últimos meses.
Iglesias y Sánchez comparten una ambición desmedida de poder. Calviño representa todo lo que Iglesias detesta pero, a diferencia del presidente, ambos creen en algo. Sánchez y Calviño pertenecen formalmente al mismo partido, aunque sus culturas políticas y prioridades difieran por completo. De hecho, Calviño, pese a su tenue raigambre orgánica —o quizá precisamente por ello— es la única esperanza dentro del Gobierno de los socialistas a los que el sanchismo repugna (lo que la hace doblemente sospechosa para los centuriones del césar).
Ellos son los tres poderes fácticos del Gobierno, todos los demás son actores de reparto. Sánchez tiene todo el poder presidencial, que ejerce ‘ad infinitum’, la legitimidad de las urnas y el control absoluto del partido dominante en la coalición gubernamental. Iglesias es el socio imprescindible, el que puede desestabilizar el tinglado en cualquier momento. Además, se atribuye el papel de enlace con los socios externos del nacionalismo radical. Y finalmente, confía en su muy superior vigor ideológico para imponer su visión a un partido socialista que lleva décadas debilitándose ideológicamente.
La posición de poder de Calviño deriva de la circunstancia. En la actual situación, la ministra de Economía es el único anclaje de credibilidad que le queda a Sánchez ante tres públicos vitales para él: los mercados financieros, que observan a España con creciente recelo —acrecentado por su incompetente gestión de la pandemia—, las estructuras de la Unión Europea, de las que hoy depende más que nunca que España no se hunda en el temporal de la recesión, y los poderes económicos internos, que se han reunido estos días para enviar a la coalición gobernante un mensaje inequívoco sobre los términos de su colaboración. Donde figura, implícitamente, que la política económica se asemeje más a lo que Calviño representa que a lo que Iglesias desearía. Lo que hace de la ministra un poder fáctico de difícil remoción y casi imposible sustitución.
El verdadero dilema que afronta el presidente del Gobierno solo tiene que ver lateralmente con el entretenido debate mediático de sus apoyos para los Presupuestos. La cuestión no es quién apoyará los Presupuestos, sino su contenido: qué clase de Presupuestos puede hacer este Gobierno para hacer frente a un escenario económico terrorífico —recordemos que en septiembre tiene que presentar en Bruselas al menos un borrador creíble si quiere acceder al paquete de ayudas europeas— sin que salte por los aires la cohesión de la coalición de gobierno. En otras palabras, cómo hacer la política económica de Calviño —que no se separará mucho de la señalada por el gobernador del Banco de España— manteniendo a Iglesias a bordo el mayor tiempo posible.
El primer consenso que tiene que realizar Sánchez es con la realidad económica del país. El Presupuesto que pactó con Podemos hace un año y el programa de investidura se basaron en una previsión de crecimiento económico próxima al 2%. Las previsiones menos pesimistas sitúan España en una caída del 10% del PIB a final de año. La cifra de seis millones de parados está sobre la mesa.
Todos los fundamentos programáticos del Gobierno de coalición han reventado con la pandemia; cuanto menos tarde Moncloa en asumir esa realidad y reescribir, en congruencia con ello, lo que resta de legislatura, mejor para todos. A la vez, está claro que este presidente, pase lo que pase, se va a quedar hasta 2023; nada ni nadie le hará jugarse el poder en unas elecciones anticipadas en medio de una tempestad económica y social como la que se avecina. También la oposición debería entenderlo cuanto antes y actuar en consecuencia.
No hay ninguna conspiración para derrocar al Gobierno. Lo que hay es un intento de encauzar su política económica por senderos que no conduzcan al naufragio total. Calviño es la pieza clave de ese intento, y su posible promoción a la presidencia del Eurogrupo resultaría una baza decisiva y una garantía adicional para quienes desconfían de la dupla Sánchez-Iglesias. No es imaginable que el país que preside el Eurogrupo —clave en la vigilancia de la ortodoxia económica y presupuestaria de sus miembros— se entregue a según qué clase de alegrías populistas.
Por eso la candidatura de Calviño es vista con hostilidad por Iglesias y con suspicacia por el propio Sánchez. Porque en ese triángulo isósceles que forman, el lado corto pasaría a ser el vicepresidente segundo. Y nos aproximaríamos a la máxima que establece que, en tiempos de crisis, la coalición prevalente siempre es la del presidente con su ministro de Economía.