ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • La visión del contrario casi como enemigo convive con la conclusión de que las mejores soluciones están en los ámbitos donde una amplia mayoría las respalda

Aparece en pantalla Esperanza Aguirre en los días de mayor impertinencia de Isabel Díaz Ayuso. Le preguntan por ella: «Es una valiente, una ‘crack’, por eso molesta tanto a la izquierda. Lo está haciendo muy bien y le he aconsejado que siga como hasta ahora». Saltas del sofá y te abalanzas contra la pantalla ante tamaña provocación. A otros les pasa parecido cuando aparece Pedro Sánchez o Pablo Iglesias. La democracia mediática se ha convertido en un juego de instintos, donde se es de unos porque se aborrece por completo a sus contrarios (que son los tuyos). Le llaman polarización. Algo así como la radicalización e irracionalidad de la adhesión política, soportada en el rechazo primario a determinados personajes, imágenes, actitudes o discursos.

Cuando empezó la política moderna, esta era privilegio de unos pocos, poderosos y cultivados, aplicados a la reflexión, la lectura y la controversia, de las que salían cuerpos doctrinales fajados en el combate y sometidos a la crítica. Es la época de oro de las ideologías, más cerca del fin del siglo XIX que de los inicios del XX. En ese tiempo se fue incorporando con lentitud el elemento popular. La política le resultaba extraña y ajena. Su aprendizaje se hizo por la vía de los bandos, algo que le resultaba familiar. Uno era de la política de un color porque sus antepasados lo habían sido también o, mejor, porque tradicionalmente habían estado enfrentados a otros por razones diversas que ahora pasaban a ser políticas e ideológicas.

Lejos de mejorar la situación con la política de masas, entrando ya en el siglo XX, la necesidad remachó el clavo. Indalecio Prieto decía en 1913 que en los mítines multitudinarios era mejor inflamar las pasiones de los asistentes que animar a una pausada reflexión. Se pasaba así de una fórmula banderiza de adhesión a la política moderna a otra similar, aunque justificada por la respuesta a un tipo de sociedad diferente: masiva, acelerada, instintiva, apasionada y mediatizada por la prensa escrita. Al principio ocurría por defecto y luego pasaba por exceso. En la actualidad nos encontramos en una fase extrema y desbordada de esto segundo. La democracia mediática está gobernada por unos medios de comunicación ubicuos, veloces, efímeros, visuales y sintéticos que obligan a subordinar cualquier pausada reflexión o discurso a esas exigencias. El medio es el mensaje, que dijo McLuhan hace más de medio siglo; imaginen qué habría dicho ahora con Internet de por medio. El procedimiento doblega a los ciudadanos y los partidos no tienen intención de enfrentar esa deriva.

Hace unas pocas semanas se dieron a conocer las conclusiones de un estudio del profesor Luis Miller. Resulta que en los últimos años se ha incrementado la polarización afectiva e ideológica de los españoles, tanto de sus partidos como de los propios ciudadanos. Esto significa que cada vez soportamos menos y peor a los que situamos enfrente de nuestras simpatías políticas. Semejante patología social cobra forma extrema cuando hablamos de identificaciones ideológicas y territoriales. En este punto nos volvemos locos y los catalanistas se odian con los españolistas, igual que hacen los izquierdistas con los derechistas.

El problema -o la esperanza, ¡quién sabe!- es que cuando se pregunta a estos modernos banderizos con qué medidas resolverían problemas concretos, como el fiscal, el de la pandemia, la sanidad, los servicios públicos o incluso la inmigración, la confrontación se reduce drásticamente. Es decir, que la polarización instintiva, la consideración del contrario casi como enemigo, es un mecanismo que convive con la cabal conclusión de que no hay recetas mágicas, de que cualquier doctrina llevada lejos resulta letal y de que las soluciones más adecuadas están en los ámbitos donde una amplia mayoría las respalda, solo sea porque las interpreta operativas, posibles.

De manera que hay una conspiración perezosa del siguiente tenor y que provoca este estado de cosas innecesario, desagradable y peligroso socialmente. Todo comienza con la pereza de los partidos para imaginar respuestas que superen el doctrinarismo, los malditos argumentarios o las identificaciones excluyentes facilonas. A ello le sigue la pereza de un sistema mediático que necesita fijar su parroquia por oposición a otra para así seguir teniendo una cuota de mercado. Y el triángulo se cierra con la pereza del ciudadano cuando se deja conducir por los intereses particulares de los anteriores y se resiste a enfrentar su pensamiento al de los suyos en el momento en que ambos no coinciden. Como puede verse, la constatación del estudio es dramática, pero retiene un principio de esperanza clásico. Lo expresó un tal Inmanuel Kant hace dos siglos: ‘Sapere aude’, atrévete a pensar por ti mismo.