JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Hay que rechazar toda violencia, verbal y física, incluida la del Estado. Pero no basta. También debemos denunciar el cortoplacismo y la falta de criterio de los líderes políticos españoles
Está previsto que el Parlamento español celebre mañana un acto conmemorativo del fracaso del golpe de Estado del 23-F para “mostrar la fortaleza de las instituciones democráticas”, según ha dicho la presidenta del Congreso. Semejante propósito mal se compadece con el hecho de que la ceremonia no se celebre en el hemiciclo, sino en el salón que recibe el metafórico nombre de los Pasos Perdidos. Además no acudirán los diputados independentistas catalanes y vascos, aunque la ausencia más relevante será la del verdadero triunfador de aquella noche, el hoy rey emérito, cuya directa intervención desarticuló el golpe. Quizá sea esta una más de las diversas anomalías democráticas que afectan al sistema, y que el vicepresidente Iglesias ha denunciado con fundadas razones pero muy poco tino a la hora de concretarlas. Una anomalía es, según el diccionario de la RAE, un defecto de funcionamiento. Cosas así suceden en todas las democracias del mundo por plenas que sean, pues no son ni aspiran a convertirse en un universo perfecto, sino solo en un método: el que sirve para elegir a nuestros gobernantes, controlar su ejercicio y despedirlos cuando proceda, que es con frecuencia.
El festejo, al que me sumaré virtualmente como millones de españoles, aunque critique su protocolo, tiene lugar en medio de un guirigay agitado por graves disturbios callejeros en aparente reclamo de la libertad de expresión, que han avivado además el debate sobre la violencia. La discusión pública al respecto, entablada tanto en sede parlamentaria como en los medios, es expresión de la pobreza intelectual imperante. A las serias dudas que esas cuestiones plantean los principales responsables políticos han contestado con eslóganes y estribillos, ignorantes quizá de que toda democracia auténtica, como la nuestra, se basa fundamentalmente en la interrogación, y no está construida sobre ninguna otra certeza que no sea la del respeto a la ley. El Estado de derecho es la única garantía de supervivencia de un régimen siempre amenazado por naturaleza, cuya solidez reside en el reconocimiento de sus debilidades y en su voluntad de corregirlas.
El mar de declaraciones recientes sobre el uso y desuso de la violencia en la confrontación política solo ha puesto de relieve el cortoplacismo y la falta de criterio que animan muchas de las decisiones del poder establecido. El papel de la violencia en la historia ha sido exhaustivamente analizado por filósofos, sociólogos y politólogos. Después de que Max Weber definiera su “monopolio legítimo” como uno de los rasgos definitorios de la existencia del Estado, Hannah Arendt llegó sin embargo a la conclusión de que la violencia nunca es legítima, pero sí justificable. De este modo cuando se protesta por la violencia policial en las democracias no se reniega del derecho al uso exclusivo de la fuerza por parte de los poderes públicos, pero se reclama que se lleve a cabo en el marco de sus competencias legales y en cumplimiento de las órdenes jerárquicas. Quienes imparten esas órdenes y tienen obligación de garantizar la ley son los Gobiernos, singularmente los ministros del Interior. Las declaraciones iniciales del consejero catalán del departamento sobre la actuación de los Mossos d’Esquadra fueron por lo mismo de una desvergüenza absoluta. Él es el responsable de las operaciones que se llevaron a cabo, responsable también de guardar el orden, la seguridad ciudadana y la de los agentes a su mando. Si alguno de ellos se extralimitó, ábrase la investigación correspondiente. Pero el primero a ser investigado ha de ser el propio consejero, militante del partido del inhabilitado Torra, que animó a la acción violenta de sus correligionarios. Por cierto, lo mismo han hecho con los suyos Pablo Iglesias, Echenique, o el propio Trump.
El problema inmediato que se plantea es saber si declaraciones que incitan a la violencia deben ser perseguidas penalmente o quienes las profieren están protegidos por el derecho constitucional a la libre expresión. Este derecho, como cualquier otro, no es absoluto. Implica una limitación efectiva a la libertad de cada cual, que no puede invadir la de otros. De modo que existen delitos de opinión, como la calumnia o la injuria, que tienen que ser sancionados, a mi ver no con penas de privación de libertad en ningún caso. La cuestión sin embargo es saber qué haremos con los modernos delitos de odio, a fin de dilucidar dónde acaba la expresión de una idea para dar paso a la incitación a cometer un acto. ¿Decir, como hizo en su día Pablo Hasél, que una bomba debe estallar bajo el coche de un político o que es preciso clavar un piolet en la cabeza de otro, es comunicar un pensamiento o instigar el terrorismo? ¿El antisemitismo o la islamofobia están protegidos por la libre expresión? ¿Y el negacionismo? ¿Habría, entonces, que liberar a los yihadistas que purgan cárcel por su adoctrinamiento radical a la hora de buscar nuevos integrantes de sus redes terroristas?
Mientras el vicepresidente del Gobierno llama desde la tribuna parlamentaria a establecer controles sobre la prensa, el Ministerio de Justicia anuncia un relajamiento de los que se ejercen sobre las letras del rap. Debe ser que los comentarios de los tertulianos son un peligro para la democracia mayor que los ripios de cualquier psicópata egocéntrico. Y hasta en eso puedo estar de acuerdo. Pero legislar sobre derechos fundamentales exige más reflexión y menos cainismo ideológico que el que viene mostrando el banco azul. Los problemas que en torno al ejercicio de la libertad de expresión se debaten hoy tienen más que ver con la actividad de las redes sociales y las plataformas tecnológicas que con los medios tradicionales. Me pregunto si quienes han aplaudido y justifican la expulsión de Trump de Twitter o Facebook jalearían idéntica medida aplicada a Echenique, Otegi, Abascal, Rufián, o cualquier otro. De modo que salvo que el Gobierno pretenda proteger la libertad de expresión solo para quienes piensen como él, cualquier modificación legal que afecte a derechos constitucionales debe ser debatida, asumida por amplia mayoría del arco parlamentario y cotejada con la legislación internacional y la opinión de intelectuales y expertos.
Por lo demás es verdad que estamos en un momento de absoluta anomalía democrática: suspendidos con limitado control parlamentario los derechos constitucionales de libre circulación y reunión; gobernándose el país a toques de queda, cierres de actividad y estrecha vigilancia sobre el ocio de sus ciudadanos y hasta sobre su convivencia familiar; legislando a base de expender decretos leyes casi a granel; e injuriándose a degüello los representantes políticos que ahora deciden festejar la fortaleza de las instituciones. La mayor amenaza contra ellas son sus desencuentros.
Hay que rechazar todas las violencias, verbales y físicas. También las del Estado. Pero no basta. Hay que denunciar sobre todo el fracaso de la política, personalizado en los dos mayores responsables del mismo. Por una parte está el pasmo del presidente, incapaz durante más de tres días de expresar su opinión sobre los desórdenes públicos, parapetado como sigue en La Moncloa frente al desconcierto y la angustia vecinal. El empacho de eslóganes en su discurso, su obsesión por que el relato sustituya al proyecto, su ausencia de liderazgo en momentos tan graves para el país, disfrutan no obstante de la indulgencia popular cuando se los compara con el errático comportamiento del jefe de la oposición. Sin sombra de autocrítica, sus edecanes y portavoces vociferan cuando no insultan, en inútil competición con los arúspices de la extrema derecha. Lo del Salón de los Pasos Perdidos parece un homenaje a su andadura.
Visto lo visto, no parece tan exótica la proposición de la lotocracia que respetados intelectuales como Kojin Karatani han hecho. Se trataría según él de combinar las elecciones democráticas con una lotería a la hora de decidir quién nos gobierna. Desde luego no podríamos empeorar mucho, y quizá evitaríamos que lo que no consiguió Tejero lo logre ahora cualquier rapero aspirante al estrellato.