José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL
- Díaz Ayuso tomó la decisión correcta, pero mediocre: no meterse en camisa de once varas y dejar que la labor se la hicieran sus adversarios
Isabel Díaz Ayuso ni ganó ni perdió el debate. Salió de los estudios de Telemadrid con las mismas posibilidades electorales con las que entró. Se mantuvo a una distancia de seguridad de los temas incómodos con un mutismo persistente; descargó algunas respuestas intencionales; sonrió de continuo mirando fijamente a la cámara y disfrutó, sin volverse hacia ella, ante una sobreactuada Mónica García que le dirigía sus embates argumentales ataviada con blusa blanca y chaqueta roja, idénticas a las suyas. Por momentos, ambas eran indistinguibles salvo por el hieratismo del gesto de la popular y la gestualidad excesiva de la candidata de Más Madrid que abusó de su condición profesional —es médica— y que, peleona durante dos horas, rompió el ritmo impulsivo de su exposición argumental con un minuto final —el de oro— que provocó en los espectadores una repentina subida de la glucemia emotiva al referirse con nombre y apellidos a sus hijos, componiendo un tirabuzón sentimental para el que la noche de este miércoles no resultaba propicia.
La presidenta en funciones tomó la decisión correcta, aunque mediocre: no meterse en camisa de once varas y dejar que la labor se la hicieran sus adversarios. Contempló sin interferir cómo Rocío Monasterio y Edmundo Bal saldaban cuentas; corroboró que Ángel Gabilondo justificaba todos los temores de quienes le sitúan fuera de la pelea electoral, haciendo honor a su propia descripción (“soso, serio y formal”, razón por la que fue el único que se encorbató), y observó cómo Pablo Iglesias repetía ‘ad nauseam’ sus habituales y estomagantes recursos: tono curil, énfasis impostados y esos giros melifluos que hogaño no le rinden como antaño. El líder de Podemos estaba fuera de registro: entre el vicepresidente segundo del Gobierno y el candidato debatiente como cabeza de lista del quinto partido de la Comunidad de Madrid, hubo demasiada distancia para que los electores la recorriesen sin desconcertarse.
No obstante, el debate sirvió para descubrir las virtudes y carencias de la presidenta de la comunidad. Díaz Ayuso es escasamente sustantiva desde el punto de vista intelectual, pero sabe quién sabe y se deja instruir. Suele ir bien guionizada a las entrevistas y prepara a fondo sus intervenciones, de ahí que el formato de un cruce argumental entre seis no resultase para ella el más seguro, y por eso se mostró defensiva y conservadora: en aquellos temas en que no tenía el soporte de sus ‘spin doctors’ calló con prudencia y en los que llevaba bien aprendidos estuvo correcta. Eso quizás explicase que, pasada la media noche, su nombre no apareciera entre los ‘trending topics’ en Twitter mientras sí lo eran sus adversarios. De modo tal que la candidata popular consiguió lo que pretendía: danzar en el debate por libre, como en la canción: “Ella baila sola, esperando el fin, bajo una farola, sobre el adoquín”.
El hecho de que Edmundo Bal sea un político moderado no le rescata del estigma perdedor que acarrea su partido, el otrora esperanzador Ciudadanos, y la circunstancia de que Ángel Gabilondo transmita bonhomía y sentido común no le libra de resultar excéntrico en la actual situación, contradictorio con Pedro Sánchez y alejado de la encarnadura radical de su socio inevitable que es Pablo Iglesias, que se refugia en un nicho electoral menguante. El centrista no entrará en la Asamblea de Vallecas; Gabilondo y el PSOE lo harán con menos diputados de los que tenían, y el efecto Iglesias tendrá una traducción corta e insuficiente para acercarse siquiera a Mónica García y Más Madrid, que son la figura y el partido emergentes en las tres izquierdas. Monasterio —a veces tan metálica en su tono y en sus palabras que hacía daño escucharla— se ha asegurado superar con holgura el 5% y se asienta así la ecuación ganadora el 4-M: una lista victoriosa de largo (el PP), un aliado necesario (Vox) y la suma de ambos mayoría absoluta convertible en un Gobierno en solitario de los populares con el apoyo de los radicales, o de coalición entre aquellos y estos. Así se entró en el debate y así se salió de él.
En cuanto a la calidad e interés del cruce de argumentos, digámoslo rápido y sin eufemismos: ínfima aquella y muy menor este. De modo que la audiencia fue migrando hacia la cadena que emitía en directo la dramática entrevista con Rocío Carrasco, que relataba entre lágrimas una historia truculenta de violencia machista y familiar que lleva hipnotizando a millones de espectadores desde hace ya días y que ayer compitió —es muy posible que le ganase— con el debate electoral. Fue una noche de mujeres y la cuarta en liza fue la hija de Rocío Jurado, una afirmación esta que no pretende ser irónica, ni, mucho menos, frívola, sino descriptiva del momento emocional de la sociedad madrileña y española en su conjunto. Entre una discusión política que debiera absorber el mayor interés de los ciudadanos dadas las circunstancias extremas por la que atravesamos y un testimonio vital de tribulación y emociones desgarradas, el veredicto social se inclina por la empatía con las lágrimas de Rocío Carrasco, más poderosas que la creencia de los espectadores en las promesas de la política.
Para decir lo que se dijo en el debate, más valdría recordar el consejo de Abraham Lincoln: “Hay momentos en la vida de todo político en que lo mejor que puede hacerse es no despegar los labios”. Cuando la palabra no es performativa —y las del debate no lo fueron—, es mejor el silencio.