Ignacio Camacho-ABC
- La poesía de Caballero Bonald es un viaje a la conciencia del hombre solo ante los rescoldos en que arden sus demonios
- «Se me ha olvidado todo lo que no dejé escrito». (J. M. Caballero Bonald: ‘Diario de Argónida’)
A Pepe Caballero Bonald se le dibujaba una discreta media sonrisa, como de vanidad contenida, cuando alguien lo elogiaba como el mejor poeta español vivo. Lo era, y también el que mejor recitaba con su voz magnética, algo engolada, y su dicción mecida en un hechizo mestizo de Doñana y Caribe, los territorios de los que brota el torrente verbal de una obra caudalosa ennoblecida por una adjetivación deslumbrante, sugestiva, barroca. Ese universo de símbolos casi mágicos, con el mar, la noche y la bruma como metáforas de un peregrinaje por la conciencia y la memoria, cuajó en una región mítica de resonancia propia que quedó bautizada con el nombre de Argónida: una suerte de síntesis sentimental entre el estuario del Guadalquivir y la desembocadura del Magdalena, entre los arenales de Bonanza y las ciénagas de Colombia. Un lugar donde el eco de las sirenas de los barcos resuena en la imaginación con la potencia evocadora de un misterio atisbado entre los perfiles borrosos de las sombras y convertido en material lírico mediante la alquimia del idioma.
Argónida fue su patria literaria, el lenguaje la pasional, Jerez la física y Madrid la generacional, la de ese brillante grupo del 50 -Gil de Biedma, Barral, Valente, González, Brines, Goytisolo- que se bebió literalmente la vida y la noche entre ritos dipsómanos y febriles incursiones de compromiso ideológico. Sanlúcar, la playa de Montijo, el refugio de largos veranos de tertulias donde la manzanilla despertaba su talento conversador y su sabiduría de espontáneo flamencólogo que en los años sesenta buscó el testimonio de cantes recónditos, casi perdidos, con una grabadora al hombro. Era un andaluz serio, profundo, sin alharacas, elegante, melancólico, refractario al cansino estereotipo chistoso. Su poesía, labrada con el esmero idiomático de un orfebre, traza un viaje en torno al desafío existencial del hombre solo ante los rescoldos de una hoguera en que se van quemando los demonios del tiempo, del amor, de la belleza, del odio, del desengaño, del deseo, del asombro. La soledad como mar de fondo que agita el oleaje de un fraseo melodioso, rotundo, de sobrecogedores registros sonoros.
De espíritu insurgente, impregnado de una ácida ironía que volcó en su faceta de memorialista, renunció a la matraca moral para hacerse fuerte en el exilio de una coquetería estética e intelectual que expresaba su rebeldía crítica. Alejó de sí mismo las máscaras para enfrentarse a su propia biografía sin más ropaje que el de la palabra escrita; la literatura como conjuro contra los naufragios, contra la angustia del silencio, contra la amargura de las guerras perdidas. En un poema comparó su alma con una botella vacía. Era una hermosa, refinada, púdica mentira: nos deja una bodega repleta de emociones vivas.