• No nos quedemos en el espanto que produce el asesinato de Olivia y Anna por su padre. La protección de los menores requiere una estrategia y alertas eficaces
JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

Hoy se podría escribir sobre los indultos o sobre Marruecos o sobre las vacunas de la selección de fútbol. Pero la abrumadora presencia del mal en el asesinato de dos niñas por su padre, con dos bolsas de deporte como féretro, lastradas sobre el fondo de la costa de Tenerife a mil metros de profundidad, silencia en el ánimo polémicas y ruidos para dejar espacio al duelo colectivo que sigue al espanto. Espanto ante la infinita perversión de un padre infanticida, ante el dolor elevado al paroxismo de la madre, ante la reconstrucción de lo que podemos imaginar que fueron los últimos momentos de dos niñas, hermanas, a las que hemos visto jugando en las imágenes que se difundían cuando todavía se albergaba la esperanza de que siguieran vivas, aunque secuestradas por el padre y en un lugar desconocido. Anna y Olivia hoy, como lo fue el pequeño Gabriel asesinado en Níjar (Almería) por la pareja de su padre en 2018 y como antes, en 2011, lo fueron Ruth y José, asesinados por su padre, José Bretón, en Córdoba, son víctimas del mal, del mal absoluto que elige a los más vulnerables como el objeto de su odio y su desviación.

El hecho de que la violencia sobre los niños se preste menos a las elaboraciones ideológicas de parte y sea más difícil de incorporar a los análisis estructurales desde los que se interpretan otras expresiones de violencia no puede llevar a ignorar la gravedad creciente de este horror. Niños víctimas de las consecuencias de la desestructuración familiar, del descuido y de la exposición a condiciones de vida precarias que dañan de manera irreversible su desarrollo cognitivo y su socialización. Niños -y más concretamente, niñas- que son las principales víctimas de prácticas culturales toleradas, o no combatidas con determinación, en nombre del respeto a la diversidad y que van desde la realidad silenciada pero brutal de la mutilación genital hasta la retirada de la escolarización, los matrimonios forzados y el maltrato recurrente y la violencia sexual. Como habría que hablar de las personas desaparecidas, y dentro de ellas, de los menores, adolescentes y niños que se encuentran en esta situación y pasa el tiempo sin que sus familias obtengan respuestas.

Los datos que recogen las Fuerzas de Seguridad y Europol hablan de un incremento espeluznante de los contenidos de abuso sexual de menores en la Red, del aumento de redes de pederastas que para ser admitidos en esos círculos, y como prueba de su identidad, tienen que aportar material pedófilo inédito que habitualmente se origina en la agresión y el abuso de menores en su círculo familiar más próximo.

El confinamiento y el aumento del uso de Internet en la pandemia no sólo han facilitado las cosas a pedófilos y acosadores en relación con sus víctimas potenciales, muchas horas sentadas ante el ordenador o manejando el teléfono y con menor supervisión de sus padres, sino que han incrementado la demanda de estos horrendos contenidos que, aunque se difundan por la Red, no hay que olvidar que proceden de agresiones y abusos sexuales cometidos en el mundo real. El propio confinamiento, al interrumpir la asistencia a los centros de enseñanza, también ha reducido las posibilidades de que la escuela pueda actuar como una instancia de detección de abusos, acoso o maltrato físico o psicológico.

Es evidente que el espanto ante tragedias como la que han sufrido Anna y Olivia nos sobrecoge. Pero en una sociedad en la que el buenismo goza de tan buena prensa, en una sociedad que consume hasta el empalago ideas exculpatorias de la responsabilidad personal, es posible que seamos menos sensibles a la realidad de que el mal existe, que tiene cara y hay que actuar contra él porque produce víctimas absolutamente inocentes. Y entre estas, y muy principalmente, se encuentran los niños, los menores, que tienen derecho a esperar el cuidado, el respeto de sus mayores. La protección de los menores requiere más que una ley; necesita una estrategia, alertas eficaces, facilitar el trabajo de los profesionales de la sanidad y la educación para detectar y reconocer situaciones de riesgo.

Se necesita mejorar los instrumentos y medios a disposición de los jueces para que estos lleven a cabo su responsabilidad, que es, en última instancia, determinante, y se requieren mejores dotaciones en recursos humanos y materiales para los servicios sociales y asistenciales, al tiempo que se puede y se debe ampliar la colaboración entre las administraciones y las organizaciones de la sociedad civil para el apoyo a parejas que tienen dificultades de cualquier orden para afrontar la educación de sus hijos, para la atención a familias monoparentales y situaciones de riesgo creadas por procesos de desestructuración familiar. No nos quedemos en el espanto.