IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • Lo de la ‘Libertad duradera’ era un envoltorio publicitario de legitimidad moral

Biden ha dicho que «la misión de EE UU en Afganistán nunca fue crear una democracia». Biden no parece acordarse de que, cuando se inició esa misión y no otra, hace ahora veinte años, se llamó ‘Libertad duradera’. De acuerdo; un nombre tan campanudo debía inspirar desde el principio serias sospechas. Y las inspiró de hecho. No hacía falta ser un mal pensado izquierdista para reparar en las ricas reservas que hay en esa región de petróleo, gas natural, cobalto, litio, oro, zinc, cromo, plomo… Hasta el neoliberal menos sospechoso de antiamericanismo sabía que a Bush II la libertad, duradera o efímera, en Kabul o en Washington, le importaba un huevo. Todo terrícola medianamente informado podía entender que el sentido que tenía el envío de tropas a tierra afgana, además de la codicia explotadora, era generar una sensación de seguridad en el ciudadano medio norteamericano a la par que mantener el estatus imperial y arbitral del Globo de cara tanto a la galería interna como a la externa del país. Lo de la ‘Libertad duradera’ era un simple envoltorio publicitario de legitimidad moral para esos intereses y una invitación a la cínica lectura entre líneas del espectador europeo, que veía, así, garantizada su seguridad tanto como el americano, pero con un buen paquete de ventajas: desde la buena conciencia al mínimo coste político, militar y económico que suponía un envío de efectivos de defensa puramente testimonial y moralmente presentable en su presunto objetivo pacificador y humanitario. Dicho de otro modo, tanto a Bush como a sus sucesores les tocaba la cara de perro (no olvidemos que Bin Laden murió en Pakistán por orden de Obama) mientras Europa se permitía jugar al buenismo.

Lo que nos acaba de suceder, tras dos décadas de vida relativamente segura gracias al barato gendarme americano, es que este ha hecho sencillamente cálculos en su bolsillo. Si Obama fue un continuista de Bush en la política de Defensa, Biden lo es también del Trump que pactó en Doha con los talibanes, allá por febrero de 2020, el compromiso de que no atentarían contra EE UU, a la manera en que Carod-Rovira negoció en Perpiñán con ETA, a inicios de 2004, una tregua en exclusiva para Cataluña. Algo, en efecto, no presentable. Como tampoco lo es que, mientras EE UU permanecía en Afganistán, Cataluña albergara 256 mezquitas, la tercera parte de ellas salafistas, o que el Gobierno balear planeara implantar en los colegios la religión islámica como asignatura.

Biden se va de Afganistán, pero se va tranquilo. Sabe que el carajal que deja atrás tiene solución: el manifiesto del Gobierno Sánchez a favor de la mujer afgana. En cuanto lo lean, los talibanes caerán muertos. De risa, claro.