Ignacio Camacho-ABC
- Joseba Arregi se alejó del nacionalismo para convertirse en un activista de la razón moral y política de las víctimas
En las elecciones vascas de 2001, Ibarretxe y los dirigentes del PNV hacían campaña sin escolta y entraban en los mítines precedidos de una charanga mientras Jaime Mayor apenas podía salir de un búnker en Vitoria y Nico Redondo circulaba rodeado de una nube de guardaespaldas. Los miembros de Basta Ya también tenían, como muchos empresarios, concejales y personalidades civiles, su correspondiente vigilancia. Recuerdo una tarde en que me quise acercar en el Carlton bilbaíno a Agustín Ibarrola y se me echó encima un guardia de paisano escamado por mi aproximación espontánea. Por aquel entonces Joseba Arregi Aramburu (no confundir con el homónimo apodado Fitipaldi, siniestro carnicero etarra) ya se había empezado a alejar del nacionalismo que mamó en su
familia, decepcionado por la ausencia de cercanía a las víctimas. El antiguo consejero y portavoz de la Lendakaritza, clave en la construcción del Guggenheim, no quería formar parte de la deriva del partido que en el infame pacto de Lizarra unció su proyecto de hegemonía al objetivo totalitario de los terroristas. Un hombre que había dejado el sacerdocio -fue un notable estudioso de la teología- no iba a parar mientes en distanciarse de la militancia política.
En las últimas dos décadas dedicó su vida al activismo de la resistencia contra la banalización del legado de ETA, antes y después del cese de la violencia. Sus libros, artículos -muchos de ellos en ABC- e intervenciones públicas constituyen un monumento de razón dialéctica frente al indecente pragmatismo de una ‘paz’ sin bases éticas y de un relato trucado que eterniza a las víctimas en el dolor de su tragedia. Apostó con lucidez por convertir a los deudos del holocausto en núcleo de una aún lejana, quizá imposible regeneración cívica y moral del País Vasco y denunció sin descanso la postiza normalidad sobrevenida tras el fin de los atentados, la trampa de una reconciliación cerrada en falso bajo la apariencia de un éxito del Estado. Pocos como él supieron ver hasta qué punto ha sido malversado el sacrificio de tantos ciudadanos asesinados como símbolo aleatorio del orden democrático.
Naturalmente esa honestidad de pensamiento le costó el repudio de sus antiguos compañeros y una condena soterrada al vacío de afectos en la tierra a la que consagró sus ideas y su esfuerzo. Pero nunca se resignó al silencio; callar sus convicciones no estaba en su código genético. Las expresaba con solidez intelectual, profundidad de argumentos y sin dar voces ni formular dicterios, con el tono preciso para que todo el mundo, adversarios incluidos, le mantuviese el respeto. Como hombre de fe sabía que el nacionalismo no es una ideología sino una creencia con sus dogmas, sus clérigos y su iglesia paralela. Se sintió más libre fuera, desandando sus huellas al dictado de la conciencia en busca de una causa que realmente mereciese la pena.