Ignacio Camacho-ABC
- El estatus de bilateralidad ficticia consagra la invisibilidad institucional y política de la Cataluña no nacionalista
Sì el diablo está en los detalles a Sánchez le traicionaron dos en su visita a la capital catalana, de la que sólo cabe fijarse en signos aparenciales porque según su testimonio pasó dos horas con Pere Aragonès sin hablar de nada. Y los dos tienen que ver con las banderas y su función simbólica o más bien escenográfica. El primero fue la enfática cabezada reverencial -sustrato de la gestualidad ‘redondista’- que dio ante la ‘senyera’ cuando pasaba revista a los Mossos d’Esquadra. El segundo consistió en la retirada por un ordenanza de la enseña española para sacarla del tiro de cámara mientras el presidente de la Generalitat hablaba. En ambos casos latía la misma intención de resaltar la relevancia
de la institución autonómica en un plano de igualdad y hasta de preferencia respecto al Estado, como si se tratase de una cita diplomática entre representantes de dos naciones soberanas; una exigencia de los dirigentes separatistas que, como en tiempos del estrambótico Torra, el jefe del Gobierno se prestó a complacer sin mayores trabas.
De ser esa la única cesión del encuentro, como sugiere la versión oficial, podría entenderse como un precio mínimo a cambio del bien mayor de un cambio de actitud por parte del independentismo. Que efectivamente existe, al menos en lo que se refiere a Esquerra, más atenta ahora a apuntalar su propia hegemonía en el conflicto interno con Puigdemont y su partido por el procedimiento de exprimir su papel como miembro del tripartito de facto sobre el que Sánchez sostiene su Ejecutivo. Pero aun así hay un error de fondo grave en la estrategia de apaciguamiento y moratoria de problemas con que el líder socialista pretende sacar la legislatura adelante: la naturalidad con que ha concedido a los ‘procesistas’ el estatus de representantes exclusivos de los catalanes a sabiendas de que son minoritarios en estrictos términos sociales. El jefe de la oposición, Salvador Illa -del PSC, para más escarnio- fue relegado a un breve café de compromiso al final de la tarde, y los demás grupos parlamentarios y plataformas cívicas resultaron simplemente ignorados en la agenda del ilustre visitante. Con los constitucionalistas no hacían falta, por lo visto, honores ni deferencias singulares.
De este modo oblicuo, el Gobierno de la nación otorga al secesionismo el mayor -y peor- privilegio posible: el reconocimiento de una supremacía artificial, impuesta, autoconcedida sin ninguna razón objetiva. Ése es el triunfo que el sanchismo le concede de partida al admitir la interlocución única de una minoría que se ha adueñado de la escena pública mediante el control de una enorme maquinaria coactiva. Tanto el trajín de las banderas como la Mesa que consagra una bilateralidad ficticia determinan la invisibilidad institucional y política de la sociedad no nacionalista, expropiada en la práctica de sus derechos de ciudadanía.