MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Las principales decisiones de los partidos se sustraen a la militancia, que sirve como caja de resonancia o para respaldar públicamente las medidas de los jefes

La política española proporciona hoy una imagen convulsa y evoca una intensa crisis social. En realidad, esta arranca de la élite de los partidos, cuyas tensiones se transmiten desde arriba. Es consecuencia de la estructura de nuestras formaciones, con poca base social y en manos de sus cúpulas, que no suelen dar cuentas a los de abajo. Ni lo necesitan.

El discurso de nuestros partidos idealiza a sus fieles. Pomposamente, a veces aseguran que van a llamar a las bases y transmiten la imagen de que ponen toda la carne en el asador. Ahora se dicen partidos de militantes, llamando así a lo que antes eran afiliados. «Afiliar» viene del latín «filius» (hijo) y significa «incorporar como a un hijo». «Militante», de «militans», el que se adiestra para la guerra. No vas a comparar entre un hijo y un soldado.

A los partidos se les hace la boca agua cuando mencionan a sus militantes. No hay excepción sean el PNV, el PP, el PSOE, Ciudadanos, ERC, CUP, Bildu, Vox… Eso sí, luego las cúpulas hacen y deshacen a su antojo. En teoría, las bases tienen protagonismo cuando se trata de elegir a la dirección, pero, salvo en el acceso de Pablo Casado y de Pedro Sánchez a sus respectivos puestos, sirven mayormente para dar apariencia democrática a decisiones verticales.

Nuestra política fluye de arriba abajo. Las principales decisiones, grandes, medianas o pequeñas se sustraen a la militancia, que sirve como caja de resonancia o para respaldar públicamente las resoluciones de los mandos, a veces pintorescas. Recuérdese el papelón de la militancia de Podemos validando en referéndum que su entonces pareja presidencial se comprase un casoplón.

¿Alguna vez algún partido ha realizado algún debate sobre la política a seguir? No hay memoria. En esto no vale decir que los programas están avalados por los congresos. Los avalan, pero apenas los discuten, aparte de que suelen ser muy genéricos, llenos de lugares comunes, que lo mismo valen para un roto que para un descosido; para subir impuestos y para bajarlos, pues es de izquierdas o de derechas según convenga.

En el mejor de los casos, los congresos suelen plantearse como una exhibición de carismas y actitudes no asociadas a opciones programáticas. Sería una revolución que las bases dijesen algo sobre la política a desarrollar. Los partidos están estrictamente dirigidos desde unas élites muy reducidas, con poca participación de su plebe. Y eso que todos se presentan como un dechado de participación colectiva.

Ninguna de las decisiones importantes desde la Transición ha sido abordada colectivamente por militancia alguna. Las principales se las guisaron y comieron los que están en el secreto, allá por las cumbres. No siempre con luz y taquígrafos. Luego se comunica a la ciudadanía lo que hay. Todo viene del Sinaí: las tablas de la ley, los planes para cumplir los mandamientos y, si es preciso, el becerro de oro a adorar en sustitución.

Los partidos son, hoy por hoy, instrumentos de intervención sobre la sociedad más que movimientos que canalicen opciones populares o corrientes de opinión. El voto funciona como un mecanismo de identificación sin que necesariamente influyan en él las orientaciones programáticas. Las fuerzas políticas suelen ser muy eficaces cuando llaman a cerrar filas frente a agresiones exteriores, reales o imaginarias. La formación defensiva del partido -«que viene la derecha»- robustece los lazos de cohesión, pero acentúa el dirigismo de las direcciones, que apenas tienen que confrontar sus alternativas con las bases y con el electorado, al que le basta saber que vota a los suyos.

Si por un casual surgen divergencias en un partido, las tensiones se producen arriba y procuran aliviarse con llamamientos a la unidad, algún navajeo (político) y repudio de cualquiera que opine sobre el conflicto interno, tachado de ignorante, quizás de traidor. A la postre, a los partidos les gusta que les manden los jefes de los partidos. ¿Por qué? Porque para eso son los jefes.

Hoy en día quizás no sea tan lamentable que los jefes se impongan sobre los afiliados. Caracteriza a la política española la radicalización de las bases. Los del PSOE parecen competir con Podemos a extremistas y los del PP con los del Vox bajo la presunción de que representan la autenticidad, de izquierdas o de derechas. Por el lado nacionalista, ídem de lienzo, pero más a la brava, pues no se encontrará un nacionalista que se deje ganar a nacionalista.

Cuando a los partidos les da por la radicalización les basta sacar la espita y alentar alguna puesta en escena, al grito de «independentzia», «con Rivera no» y «España nos roba», adquiriendo la democracia una fisonomía bullanguera. Si deciden que las aguas vuelvan a su cauce, la militancia disciplinadamente se modera. Elías Canetti: «A la orden pertenece el hecho de que no admite réplica».