Al cumplir 43 años de vigencia, la Constitución parece sumida en la paradoja de su necesaria e imposible reforma. Una amplia mayoría política, académica, institucional y social reconoce la necesidad de superar el desfase entre la realidad e importantes prescripciones de la norma constitucional. Al tiempo, somos conscientes de que esta tarea resulta hoy políticamente inviable y abrigamos el fundado temor de que ya sea demasiado tarde para abordar una reforma constitucional ‘tranquila’, entendiendo por tal la modificación del texto de la Constitución tras una serena deliberación jurídico-política. Un ejemplo sería la propuesta de actualización en los cuatro extremos informados en 2006 por el Consejo de Estado referidos a la sucesión de la corona, el Senado como cámara territorial, la mención constitucional de las comunidades autónomas y la recepción constitucional del proceso de construcción europea.

Sin embargo, ya se produjeron cambios de calado con el consenso de quienes, ahora, revisten de fundamento moral -«la Constitución es España»- su posición contraria a una reforma ‘tranquila’. Por una parte, las modificaciones tácitas inducidas por la legislación europea en aspectos relevantes de la política monetaria y presupuestaria que desarbolan el entramado institucional y el contenido de las decisiones del Estado; por otra, también instigada por las autoridades comunitarias, la expresa reforma del artículo 135 que vincula la legislación presupuestaria al pacto europeo de estabilidad y crecimiento. Esta reforma, aún no aplicada, comporta la devastación de los principios del Estado Social. Lo llamativo es que estos cambios se hicieron en dos momentos ‘críticos’ de la vida del Estado: el proceso de integración europea y la dramática presión de los mercados sobre la financiación del Estado. O sea, la reforma se produjo en situaciones límites.

¿Por qué, entonces, no puede abordarse la revisión de otros contenidos constitucionales, ni siquiera en su versión de reforma ‘tranquila’?

Anotemos que la parálisis en el avance de la reforma ‘tranquila’ aún no afecta de forma crítica al funcionamiento de nuestro Estado constitucional: la sucesión de la Corona no es acuciante al no haber heredero varón; la preservación de la monarquía podría alcanzarse, sin reformar la Constitución, por medio de una Ley de la Corona, aunque produjera una mutación constitucional; la integración europea proseguirá al amparo de los Tratados y a costa de que las constituciones avancen en una constante pérdida de la ‘identidad constitucional’; la Conferencia de Presidentes y las prácticas de cogobernanza sanitaria alivian las tensiones competenciales con el Estado y entre las comunidades autónomas; y, en defecto del Senado, la función de representación territorial ha sido ya asumida por el Congreso en el marco de la discusión presupuestaria, como ponen de relieve la persistencia negociadora del PNV o las futuras pretensiones políticas de la España vaciada. Ni siquiera la flagrante inconstitucionalidad de la negativa a la renovación del Consejo del Poder Judicial sitúa al sistema en una afectación ‘crítica’: sufre el Poder Judicial pero la Administración de Justicia sigue cumpliendo, dificultosamente, con su función.

Frente a esta realidad, la crisis económica y sanitaria refuerza la parálisis inmovilista y, a su vez, contribuye a agudizar la deriva constituyente: la sucesión de la Corona engendra el debate sobre la república; en defecto y en oposición a una evolución del Estado de las Autonomías en la matriz del federalismo, emergen las banderas del derecho a decidir y del referéndum secesionista; la UE destapa descaradamente el estatuto del Banco Central y replantea el sentido y función del Estado en la política monetaria, el déficit y la financiación pública. A estas cuestiones se añaden otras de no menos calado: la ampliación de la Carta de Derechos con la incorporación de derechos sociales, tecnológicos y reproductivos, la preservación de la integridad de la Constitución frente a nuevos ‘austericidios’ dimanantes del proceso de integración europea, la lucha cultural…

Lo que se pudo hacer en su momento ya no es factible. ¿Solo nos queda esperar a que el inmovilismo reformista nos acerque a las orillas del Rubicón de la reforma crítica inexorable? ¿Estamos condenados a vérnoslas, de nuevo, con los demonios familiares, tal y como augura el avance de la extrema derecha?

De lo que podemos estar seguros es de que hoy las fuerzas políticas democráticas mantienen en el terreno de lo enigmático la posición sobre el reparto de poder que implica la obtención de un diferente consenso constitucional. Superar el enigma requiere formular las preguntas a las que la política está comprometida a responder en un mundo ineludiblemente globalizado. Porque, como señalaba recientemente el joven politólogo Guillermo Íñiguez, cuando el gobernante aún no ha encontrado la ‘pregunta’ a la que está tratando de responder, será muy difícil que adopte la decisión acertada.