Una serie para Sánchez

Juan Carlos Girauta-ABC

  • La Moncloa bien podría ser el trasunto del Riviera de Las Vegas

He paseado por las calles de Bucarest cuando el infierno comunista. He visitado grandes almacenes llenos de empleados y sin productos, cuatro bombillas encendidas por piso pese a los miles de plafones luminosos, apagados. Me he demorado ante el enorme escaparate de una librería que solo exhibía hagiografías de Nicolae Ceausescu y obras científicas de su mujer, interminables. He visto una lona que cubría la entera fachada de un edificio inmenso con el rostro del ‘conducator’. Ninguna megalomanía puede ya sorprenderme.

Sánchez quiere una serie propia porque sus apariciones a lo Chávez o a lo Maduro, cuando el confinamiento, no daban de sí. Para retenerte ante la pantalla, con la infinita oferta disponible, hacen falta buenos guionistas, fotografía y posproducción hechizantes, virtuosos vuelos de cámara, grúas, drones, montajes prodigiosos, escenarios variados, movimiento, diálogos chispeantes.

Una serie cuyo protagonista encarna en la vida real lo insustancial, lo inconsistente, lo huero y la nada es un reto formidable para un gran director. Quizá Scorsese. Sí, el capítulo cero debería empezar con un ‘travelling’ de los que te dejan sin respiración, como el de ‘Casino’. La Moncloa bien podría ser el trasunto del Riviera de Las Vegas.

Pero luego no está Robert de Niro sino Pedro Sánchez, que también es actor, aunque de registros más limitados. Otro problema a salvar por los guionistas es que Sánchez representará a Sánchez. Puesto que el personaje carece de interés, habrá que construir uno. No es fácil, ya lo sé. Pero si lo logran, el rédito político sería considerable. El personaje real podría ser sustituido por el personaje de ficción en las mentes de los españoles, que saben muy bien de qué va su presidente. Y, a ‘fortiori’, en las del inmenso público extranjero, que no tiene ni idea.

Solo un equipo de lujo, nutrido de los mejores profesionales, será capaz de borrar en una impecable superproducción el efecto -entre el alipori, la conmiseración y el espanto- que nos produjo su falsa llamada telefónica ambidextra con Joe Biden. O aquella delirante formación en uve de uniformados fungiendo de estorninos en la base militar de Gando, helicópteros al fondo y nuestro hombre de punta de flecha. O el posado amateur en plan John Kennedy, el asiento de piel clara de su Falcon, la mesita de trabajo, las gafas de sol para mejor leer los importantes documentos que comparte con José Manuel Albares, hoy ministro de Exteriores. O esa sala de guerra improvisada, con sus oficiales en traje de camuflaje, lo bastante estrecha para que lo asociemos con Zelenski, pero sin atreverse con la camiseta parduzca, que habría sido el toque definitivo. Es imposible no pensar en Zelig. Como fuere, él, peón de la gran fuerza universal de la voluntad de Schopenhauer, quiere ser. Sea pues, aun valiéndose de la más pura forma de la ficción, la menos inverosímil: el documental.