La temperatura de la libertad

Ignacio Camacho-ABC

  • La solidaridad con Ucrania exige un compromiso. Y la convicción firme de que la libertad merece algunos sacrificios

Esa calefacción que Borrell, imbuido de épica churchilliana, pide que atenuemos en nuestras casas es a la vez el símbolo y la prueba de la sinceridad del compromiso europeo con Ucrania. En realidad los precios de la energía ya han bajado unos grados la temperatura de muchos hogares por razones mera y crudamente pragmáticas pero ahora se trata de entender que ese recorte del confort, y los que han de venir, forman parte de una responsabilidad solidaria. Es decir, del coste tangible que la afinidad emocional con la población atacada va a tener sobre las condiciones de nuestra vida cotidiana. Pequeño impacto al cabo si se compara con el de las bombas a las cinco de la madrugada. No es una metáfora: en Kiev o Mariúpol nadie descansa tranquilo en su cama porque es imposible dormir bajo la amenaza de no abrir los ojos por la mañana, a esa hora en que los demás preparamos el primer café sin otra preocupación que la de restregarnos las legañas.

Allí, en el escenario de guerra, lo que se disparan no son los precios. Hay balas de verdad, y cañonazos, y gente corriendo para ponerse a salvo de los bombardeos. Hay tiroteos en las calles, edificios escombrados, colegios vacíos y hospitales sin suministro eléctrico. Hay un sentimiento contagioso, espontáneo, que agarrota los miembros y cosquillea por dentro de la médula como un líquido espeso: se llama miedo. No se nota aquí lejos, donde la mayor inquietud consiste en que la inflación desbocada acorte el poder adquisitivo de los sueldos, pero está llegando el momento de que la opinión pública occidental tome conciencia del esfuerzo que conlleva su impecable demostración de empatía con el drama ajeno. Más vale no engañarse: vienen aprietos serios y van a poner en riesgo el bienestar que dos años de pandemia han dejado bastante maltrecho. Espera una auténtica primavera del descontento. Y no basta con culpar a Putin, como hace el presidente del Gobierno: hay que decidir hasta dónde estamos dispuestos a compartir el sufrimiento.

Quizá hasta ahora hayamos pensado que era suficiente el amparo moral, humanitario, al pueblo agredido, con la entrega de armas y la acogida a los refugiados como máxima expresión de auxilio. Incluso ha surgido un movimiento favorable al envío de tropas a la zona de conflicto, idea inviable por el peligro cierto de un salto cualitativo que acabe en un cataclismo apocalíptico. Pero éste es el instante en que toca hacerse cargo de que estamos ante un combate por el modelo de sociedad, un pulso entre democracia y totalitarismo con graves consecuencias en el equilibrio geopolítico. Y que salvo Ucrania, obligada a defenderse a tiros, Europa ha elegido -y ha hecho bien- librarlo por métodos duros pero pacíficos. Para ganar es menester estar convencidos de que la libertad merece algunos sacrificios. El primero, y acaso más leve, consiste en pasar un poco de frío.