IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • Deberíamos reconocer que, a pesar de la exitosa historia en su conjunto de las últimas décadas, existen deficiencias en el funcionamiento del Estado que es necesario abordar sin hacernos trampas y que es preciso que las leyes se traduzcan en cambios sustantivos

Hacia finales del siglo pasado, cundió la impresión de que España había cambiado definitivamente, alcanzando su plena normalización histórica. Sus fortalezas y debilidades eran equivalentes a las del resto de países occidentales. Esta percepción, muy generalizada en aquel momento, tuvo dos desarrollos, uno hacia atrás y otro hacia adelante.

Hacia el pasado, se revisó la historia contemporánea, rechazándose la tesis hasta entonces dominante del fracaso histórico de la modernización e industrialización del país; en realidad, se decía, nuestra trayectoria no era tan distinta a la de nuestros vecinos del norte. Por más que fuera innegable un atraso relativo, se trataba tan solo una cuestión de grado. España no era una anomalía histórica, sino solamente un país que había avanzado algo más despacio y con mayores dificultades, pero que finalmente había logrado engancharse a sus homólogos europeos.

Hacia el futuro, se albergó la esperanza de que el espectacular progreso del país (consolidación de la democracia, integración en Europa, desarrollo del Estado de bienestar, descentralización territorial, desarrollo cultural) continuaría sin freno, lo que nos permitiría en algún momento superar a nuestros más inmediatos competidores, Italia y Francia.

La accidentada trayectoria de los últimos quince años nos obliga a revisar la interpretación un tanto triunfalista que acabó imponiéndose en el establishment español. En estos últimos tiempos, se han producido varias sacudidas, a la vista de las cuales el optimismo que se extendió a lo largo del país antes de la Gran Recesión de 2008 parece injustificado.

Entre otras cosas, la Gran Recesión puso de manifiesto que nuestro sistema financiero era más endeble de lo que nos habíamos imaginado. Se insistía en que teníamos una regulación bancaria de primer nivel, que nuestros bancos estaban entre los más sólidos del mundo. Sin embargo, la fuerte exposición a la especulación inmobiliaria y el clientelismo político de las cajas de ahorro mostró que no había tanto motivo para el orgullo. El Gobierno de Rajoy prometió que la reestructuración del sector y las ayudas a las entidades financieras no le costarían un euro al contribuyente español, pero el Estado ha acabado asumiendo en forma de deuda 35.000 millones de euros del “banco malo” (la Sareb).

De la misma manera que la Gran Recesión corrigió una perspectiva demasiado autosatisfecha de nuestro sistema financiero, la pandemia ha servido para refutar la tesis de que nuestro sistema sanitario es uno de los mejores del mundo. Las limitaciones del sistema han quedado al descubierto. Con los recursos que tienen, los trabajadores del sector hacen un trabajo extraordinario, pero se ha comprobado que dichos recursos eran penosamente insuficientes y que buena parte del personal trabaja con altos niveles de precariedad y salarios muy bajos.

A su vez, hay un tercer ámbito, puramente político, en el que la imagen de España se ha visto también cuestionada. Me refiero a la crisis catalana de 2017. El país no fue capaz de resolver un conflicto territorial mediante la negociación y el acuerdo. No hubo más respuesta a las demandas procedentes de Cataluña que el uso de la fuerza para evitar el referéndum del 1-O y el uso de la justicia para encarcelar a los líderes independentistas. Estos, por lo demás, reaccionaron a la cerrazón del sistema con el incumplimiento de sus obligaciones constitucionales. Fue un episodio que dejó claro lo mucho que nos habíamos alejado de los pactos incluyentes que se produjeron tras las elecciones de 1977, en los inicios de la democracia española.