Juan Carlos Girauta-ABC
- Luchar por el discurso es la guerra cultural. Eso de lo que el PP no quiere ni oír hablar, condenándose a ganar solo en situaciones límite (‘primum vivere’). En contra de lo que supone tanto erudito a la violeta, fuera de esas coyunturas en que el ascensor social se precipita al vacío, la gente no vota a los buenos gestores sino a los dueños de la narrativa
Un patrón característico relaciona las crisis económicas con la alternancia política en España. Al desempleo disparado del felipismo sucedió el milagro económico de Aznar; al colapso del zapaterismo, adherido en nuestra memoria colectiva a la prima de riesgo, siguió la trabajosa recuperación de Rajoy; al traumático sanchismo, empeñado en devolvernos al racionamiento, seguirá quizás un Feijóo que arregle el desaguisado.
Entiendo a quien sostenga que tres no es un patrón; que si las etapas socialistas nos llevan a liderar el paro en Europa, en la OCDE, o casi en el mundo, es por mala suerte, pues se corresponden con crisis internacionales. Además, dirán, la recuperación debida a los populares, ya sea milagrosa, ya a lo Sísifo, solo ha ocurrido dos veces; la tercera está por ver. Admitámoslo. Lo que importa aquí no es tanto asignar culpas como señalar el único escenario en el cual la derecha alcanza el poder: la situación tiene que ser desesperada.
Debería conducirnos a profunda reflexión que en situaciones económicas solo malas o muy malas -pero no todavía insostenibles- la mayoría siga votando a la izquierda. Es esa la cuestión, insisto. Lejos de mi intención profundizar en la particular etiología de las crisis españolas, operación que exige tomar en consideración factores que desbordarían este espacio. A título de ejemplo: la sobrerreacción española tanto a las etapas de crisis internacional como a las de recuperación, la insatisfactoria regulación laboral, la falta de unidad de mercado, la inflación regulatoria, el lastre de una burocracia asfixiante incapaz de aprovechar las tecnologías de la información para facilitar la relación entre administraciones y administrados, los obstáculos fiscales al crecimiento de las empresas y la ausencia de incentivos a ese crecimiento, el alto esfuerzo fiscal, la ínfima inversión en investigación, la opacidad en la contratación, la falta de una relación estable y sinérgica entre universidad y empresa, la inviabilidad del modelo de pensiones dada nuestra estructura demográfica. Cada uno de estos problemas tiene remedio, pero requiere de cambios estructurales que no aborda la izquierda ni la derecha.
Volvamos a lo nuestro. ¿Qué hace que la derecha solo gane en situaciones desesperadas, cuando los efectos de las crisis son demasiado lacerantes para demasiada gente? O, lo que es lo mismo, ¿por qué lo natural es que gane la izquierda? Sostengo que este fenómeno no se explica con razonamientos circulares del tipo ‘España es de izquierdas’. Se explica porque el imaginario colectivo está en manos de la izquierda. Porque todos los agentes culturales, en sentido amplio, o bien son de izquierdas, o bien interiorizan las premisas de la izquierda. Esta realidad obedece a dos razones principales: la hegemonía cultural es de la izquierda en todo Occidente, incluso donde se la desafía; el absoluto desentendimiento de la derecha española en la lucha por el discurso.
Luchar por el discurso, y no otra cosa, es la guerra cultural. Eso de lo que el PP no quiere ni oír hablar, condenándose con ello a ganar solo en situaciones límite (‘primum vivere’), para ser desalojada del poder tan pronto como ha hecho su trabajo. En contra de lo que supone tanto erudito a la violeta, fuera de esas coyunturas en que el ascensor social se precipita al vacío, la gente no vota a los buenos gestores sino a los dueños de la narrativa. Y el PP ha despreciado sistemáticamente a los generadores y sostenedores de narrativa: medios de comunicación, escuela, universidad, mundo editorial, cine y teatro.
Ese mohín de disgusto con que la derecha política, y mucha gente culta que no vota izquierda, recibe la expresión ‘guerra cultural’ solo refleja un cándido y preocupante desconocimiento del idioma. Las repele la palabra ‘guerra’, aunque ocasionalmente acepten ‘la batalla de las ideas’, expresión que les parece menos dura. Sepan que la tercera, cuarta y quinta acepciones de ‘guerra’ que recoge el DRAE no son de carácter bélico. Son pugnas, oposiciones, rivalidades, y luchas o combates «aunque sea[n] de carácter moral». La hegemonía cultural de la izquierda es indiscutible, y el modo en que se ha obtenido se corresponde con una pugna consciente, con una rivalidad permanente, con luchas y combates morales previstos en la literatura posmarxista y aplicados larga e incansablemente. He ahí el mérito del adversario.
¿Y por qué llamo ‘adversario’ a la izquierda? ¿Porque defiendo posiciones de derechas? No. Lo llamo así porque defiendo la democracia liberal, y resulta que la lógica que subyace en el avance sin excepciones de las posiciones izquierdistas no es otra que la ‘radicalización de la democracia’. Tal lógica exige antagonismo, y los dueños de la hegemonía cultural -para quienes todo es política, por cierto- han tenido en España la vía expedita dada la inalterable negativa del PP a entrar en guerra cultural. La hegemonía cultural de la izquierda por incomparecencia del adversario presenta dos rasgos reconocibles en la política española, también en la de estos días:
Primera: ante cada causa promovida por la izquierda, la derecha empieza resistiéndose, pero lo hace a la defensiva, desde el marco, las premisas y el lenguaje del adversario. Puesto que así siempre se pierde, la derecha acaba asumiendo la causa como suya. Cuando esto sucede, la izquierda amplía la causa para que el antagonismo prosiga.
Segunda: las causas que la nueva izquierda fomenta para mantener esta dinámica ganadora la han ido alejando de su sentido. Su naturaleza ha mutado. Hoy ‘izquierda’ no significa nada de lo que significó.