Ignacio Camacho-ABC

  • El Dos Mayo debería ser fiesta nacional, no autonómica, porque conmemora un hecho fundacional de la nación española

En vez de día festivo de una autonomía un poco absurda -los políticos de la Transición no sabían dónde colocar a Madrid en el nuevo diseño territorial y la convirtieron en una región algo artificiosa porque un Distrito Federal, que era lo suyo, hubiese desvelado el quiero-y-no-puedo federalista de la fórmula autonómica-, el Dos de Mayo debería ser una efeméride nacional, o sea, de España, en tanto que conmemora un hecho fundacional de la moderna nación española. Esa insurrección espontánea y bastante atávica contra la potencia invasora, aquel castizo día de cólera como lo llama Pérez Reverte, representa uno de esos puntos de inflexión sobre cuya potencia simbólica gira a veces el curso de la Historia. De allí parte una línea trascendental que continúa en Bailén, nuestro Valmy, y desemboca en Cádiz pasando, mira tú qué cosas, por Gerona o Vitoria. El proceso que alumbra la Constitución liberal del 12, una de las primeras de Europa, arranca de la sacudida furiosa que destripó caballos de mamelucos para acabar entre fusilamientos por los terraplenes de Príncipe Pío y de Moncloa y quedarse fijado para siempre en la pincelada conmovedora, dramática, escalofriante, de Goya. Sólo un país como éste puede reducir a la condición de festividad subalterna -y al menos Madrid salva la honra- uno de sus episodios de mayor gloria.

Y ello es así porque la memoria misma de la nación, como espacio de convivencia fruto de un fenómeno de sedimentación histórica, ha devenido en un relato vergonzante. Porque el conocimiento del pasado común ha caído en desuso víctima de una pedagogía de localismos y banalidades. Porque las ideas de identidad y de soberanía colectivas han quedado vetadas, abolidas o monopolizadas por la doctrina disgregadora que dicta la mitología rupturista. Y porque de la manipulación sesgada de la educación democrática hemos transitado a una verdadera instauración de la ignorancia que ha terminado alcanzando a otras ramas de la enseñanza como la filosofía o las matemáticas hasta transformar la instrucción pública en un gigantesco aparato de divulgación de la nada.

Hay en la Guerra de la Independencia -«la guerra maldita de España» en palabras de Ronald Fraser- un hilo invisible que bien podría conectarla con la actual resistencia del pueblo ucraniano. También en la tragedia de conciencia escindida que torturó a los afrancesados obligándolos a elegir entre sus principios y sus vínculos emocionales o de arraigo. La forma en que esa peripecia interior se decantó en una patriótica carta de derechos de espíritu cuasi revolucionario constituye un material básico en la arquitectura institucional del Estado contemporáneo. Pero admitirlo supone violar el tabú impuesto por el pensamiento fragmentario: cómo aceptar que el Dos de Mayo empieza, acaso de un modo inconsciente o indeliberado, a forjarse el germen de una nación de ciudadanos.