• Es necesario forjar un proyecto estratégico para el segundo tercio de este siglo
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA HERRERA Y JUAN LUIS IBARRA ROBLES. Catedrático de Derecho Constitucional de la UPV/ EHU y expresidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco

El 9 de mayo concluía la Conferencia sobre el Futuro de Europa. Durante un año, los ciudadanos y políticos propusieron medidas para una reforma que contara con apoyo popular. El resultado ha sido un informe final articulado en torno a nueve grandes temas: cambio climático, salud, economía, la UE en el mundo, Estado de Derecho y seguridad, transformación digital, democracia europea, migración, educación, cultura juventud y deporte. Se han propuesto 49 objetivos que se concretan en 312 medidas basadas en la idea de más Europa y menos Estado. El documento es heterogéneo y, pese al esfuerzo desplegado, con escasas aportaciones sobre las grandes cuestiones de la integración europea. Pero el impulso ha sido explotado por la política institucional. En este proceso de reelaboración sobresalen tres intervenciones.

En primer lugar, la resolución de respuesta dada por el Parlamento Europeo en la que se postulan cambios en los Tratados referidos a la simplificación institucional, transparencia, control y competencia. Se comparte expresamente con la Conferencia que puede alcanzarse una integración política más profunda atribuyendo un derecho de iniciativa legislativa para el Parlamento Europeo y con la supresión de la unanimidad en el Consejo Europeo.

Destaca la reflexión de Mario Draghi en Estrasburgo. El primer ministro italiano es receptivo a una ampliación al Este, propone la ampliación del programa Sure para sufragar los costes de la energía, defiende la mayoría cualificada y postula «un federalismo pragmático que abarque todos los ámbitos afectados por las transformaciones actuales». El presidente Macron, que intervino en la clausura de la Conferencia, desarrolló su argumentación en torno a dos ejes: la independencia y la eficacia. Por una parte, la urgencia en abordar la independencia europea en los ámbitos de defensa, energía y alimentación; por otra, la perentoria necesidad de «decidir con rapidez y de forma unida», lo que requiere una generalización de las decisiones por mayoría cualificada en las políticas públicas de la UE. Ambos logros exigirán convocar una convención para reformar los Tratados, como también se propone en el programa de Mélanchon. Pero, además, postula una confederación europea, entendida como un nuevo espacio de cooperación política, económica y de seguridad que no prejuzgue una futura ampliación de la Unión. Es decir, colaborar con Ucrania y posponer su integración.

Para evitar equívocos es indispensable aquilatar su valor. Para Macron la propuesta sobre la independencia y las soberanías complementarias es la vía por medio de la cual Francia realiza sus intereses. La proposición de Draghi sobre el federalismo pragmático significa, estrictamente, un afrontar en común, un diseñar, compartir, gestionar y controlar unidos, sin contenido orgánico.

Existe, hay que remarcarlo, una coincidencia en la defensa de la superación de la unanimidad. Una vez más, la crisis dinamiza la integración comunitaria. Al igual que el desorden financiero y la pandemia, la guerra reclama decisiones para afrontar las sanciones rusas, así como las ayudas y defensa militar. Las tres intervenciones sitúan la cuestión institucional en el centro del debate: ¿es suficiente y oportuno?

Europa aprendió de los errores de la nefasta experiencia del período de entreguerras y reconstruyó la economía basándose en el mercado y en la intervención pública, inicialmente propiciada por la aportación estadounidense. Esta combinación produjo un crecimiento económico y una redistribución de la riqueza sin precedentes.

La UE se fundamenta en un mercado competitivo, pero se aleja de la experiencia europea al imponer el equilibrio presupuestario, la negativa a monetizar la deuda pública y el protagonismo desmesurado de la autoridad monetaria. aastricht y Lisboa envejecen mal. La demostración inequívoca es que la Unión prescinde de su normativa: las funciones del BCE, la prolongada suspensión de la vigencia de las reglas fiscales, el Tratado de Estabilidad o la energía en nuestros días.

Es insuficiente la mera continuidad. Las normas fundamentales surgen en un momento histórico connotado social, política y económicamente. El transcurso del tiempo y el cambio de condiciones materiales provoca el inevitable desajuste, que solo se supera con la reforma jurídica. No debería bastar un mero retoque de mayorías porque no se toman en consideración los cambios producidos: la contestación política al proyecto europeo, la crisis del neoliberalismo y de la globalización, la estanflación secular de una economía renqueante, la ‘surofobia’ subyacente en el conflicto entre frugales y derrochadores, la heterogeneidad derivada de la ampliación al Este, el retorno del Estado… Hace falta la democratización, un poder público sin corsé fiscal y con un banco central desligado de trabas neoliberales con el que afrontar los grandes desafíos de la desigualdad, los poderes privados, la digitalización o la transición energética en el contexto de una nueva geopolítica.

¿Se aprovechará la oportunidad de forjar un proyecto estratégico para el segundo tercio del siglo XXI o se reincidirá en un modelo desfasado?