Ayer se publicaron los datos del empleo en junio. A primera vista sonaron muy bien: suben los cotizantes y bajan los parados. Pero no está tan claro. Palidecieron en la comparación con el dato del año anterior. Volvieron a brillar cuando el presidente los calificó de «formidables». Se oscurecieron de nuevo cuando la ministra Belarra dijo que «hay que evitar el empobrecimiento masivo de la población» -¿con récord de cotizantes?-. Y perdimos definitivamente la alegría cuando, dada la situación, la vicepresidenta Calviño anunció que ha convocado el miércoles a los agentes sociales para retomar el olvidado asunto del Pacto de Rentas. ¿Es necesario? A mí me lo parece, pues no encuentro alternativa fuera de la que dibujan desde el Banco Central Europeo: una recesión que frenaría la actividad. Caería la demanda y con ella, posiblemente, la inflación, pero arrastraría en su caída a la inversión, primero, y al empleo, después. Un remedio aún peor que la enfermedad.
Por su parte, el Pacto de Rentas dejaría constancia de un hecho lamentable: nos hemos empobrecido; y plantearía un reparto racional del coste y de los sacrificios que serían necesarios para salir de ese empobrecimiento. ¿Es planteable tal solución en estos momentos? No sé, pero la realidad se impone y nosotros no decidimos cuándo aparecen los problemas, aunque nuestro comportamiento los acelere o los retrase. Creo que es necesario y pienso que su logro es muy improbable. ¿Por qué razón? Pues, en primer lugar, porque la sociedad española no tiene sensación de peligro grave e inminente, como demuestra el frenesí de gasto previsto para el verano. Sin sensación de peligro no habrá aceptación de sacrificio, aunque sea compartido. En segundo, porque no hay nadie en este país que conjugue la autoridad suficiente con la ‘auctoritas’ necesaria. Con tan graves y frecuentes discrepancias internas, es imposible que el propio Gobierno se ponga de acuerdo a la hora de repartir los esfuerzos. Por su parte, la oposición no cree ya en Calviño y hasta sus propios compañeros de Podemos le niegan el crédito necesario.
Para medir el empeño, basta con describir el guion: hay que pactar cuánto poder adquisitivo pierden los trabajadores del sector privado y cuánto se incrementa la pérdida en el caso de los funcionarios públicos. Sería necesario incorporar el esfuerzo de los pensionistas, pues de lo contrario se llevarían 17.000 millones más. Y, claro, habría que compensar todo ello con una discriminación fiscal para beneficiar los beneficios reinvertidos y castigar a los repartidos. ¿A quién ve capaz de superar semejante titánico trabajo?