JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC
- Solo queda por ver si la España constitucionalista muestra #el mismo desprecio por la propia libertad que su parte catalana. Porque la perfecta catalanización de España no solo exige triturar la Constitución; también requiere que lo permitamos encogiéndonos de hombros
EL ataque al sistema constitucional y a la concordia, anverso y reverso de la misma moneda, es generalizado. Ante tal despliegue, no es extraño el aturdimiento de una ciudadanía que está dejando de serlo. Atizar la discordia desde todos los frentes acaba provocando insensibilidad; ya presenciamos el fenómeno en Cataluña. En 1990, el poder político nacionalista diseñó el Programa 2000, un minucioso plan para infiltrarse y controlar todas las instancias sociales. Desde los consejos de administración de bancos, cajas y medios hasta los rectorados y tribunales de oposiciones. Desde las cámaras de comercio hasta las juntas de los colegios profesionales. Las patronales y los sindicatos. Las direcciones de los centros escolares y las asociaciones de toda laya. Mientras, se impuso una mordida a los contratistas públicos. Tirando muy por lo bajo, Maragall la bautizó el ‘tres per cent’, para retirarlo de inmediato. Las subvenciones irían solo a amigos y activistas de confianza, con especial atención a una lista de nombres propios. Así dejó de existir la sociedad civil en Cataluña. Por eso, cuando empezó a organizarse por fin una respuesta con cara y ojos, tres personas reunidas en un restaurante decidimos llamar Societat Civil Catalana al instrumento que necesitábamos.
Fue la única sociedad civil merecedora de tal nombre en Cataluña, toda vez que no quedaba un nodo social capaz de mantener interlocución con el poder político; solo empleados de dicho poder, peones que simulaban diálogo entre miembros de un único cuerpo asfixiante y sordo. De ahí los editoriales únicos y tantas falsas unanimidades como engañaban a los corresponsales extranjeros y a los periodistas patrios bienquedas. Solo Societat Civil Catalana respiraba fuera de aquel magma indistinto de la ‘societat’. En su mejor momento, logró unir a todas las voces discrepantes organizando un par de manifestaciones multitudinarias. ¡Otra Cataluña existía! Era tan catalana como la que hasta entonces habían mostrado los medios, e infinitamente más democrática puesto que solo exigía su derecho de ciudadanía, consciente de que era su condición de españoles la que les garantizaba libertades y derechos. Mejor dicho, la que debía garantizárselos. No fue así pese al trabajo ímprobo de investigación de la Guardia Civil; pese a que la Justicia hizo su trabajo… hasta que nos quiso vender la teoría de la ensoñación a quienes habíamos dejado de poder circular en paz por Cataluña; pese a que la Corona transmitió un mensaje impecable, el único sin concesiones a quienes no las merecían.
Las culpas están repartidas. Quizá la más deprimente sea la que atañe al desentendimiento de los afectados. La inmensa abstención de la Cataluña constitucionalista en las últimas elecciones autonómicas catalanas fue lo más amargo. Demasiadas personas habían sufrido despidos, represalias, ostracismo, agresiones, difamaciones, escarnio en los medios del régimen, para que ni siquiera se tomaran la molestia de depositar un voto en la urna aquellos en cuyo beneficio tanto nos habíamos jugado. No merecían ese desentendimiento los docentes que abandonaron Cataluña por millares tras el atentado de Terra Lliure contra Federico Jiménez Losantos, ni los pocos que como Antonio Robles se quedaron solos e inermes ante una apisonadora gigante, ni los compañeros que se habían expuesto en municipios cerriles, que mantuvieron mesas en calles hostiles. El grueso de la Cataluña constitucionalista nos envió un anuncio que, para mi pesar, decodifiqué sin dificultad: «No estamos dispuestos a mover un dedo para defendernos». ¿Por qué iba a moverlo nadie entonces?
El mal se extendió a toda España cuando el PSOE se hizo del PSC: era el sanchismo. Se empezó a desacreditar al Poder Judicial por sistema, sin excluir linchamientos morales a ciertos jueces y magistrados. Avanzó el virus decisionista, separándose lo legal y lo legítimo en las mentes. Sería siempre legítimo lo actuado por el régimen sanchista, y se impondría el desprecio a las leyes que lo contrariaran. Ese desprecio puede adoptar la forma de una nueva ley autonómica ‘ad hoc’ para incumplir una sentencia del Supremo, como es el caso de la lengua vehicular en Cataluña. O puede consistir en decretos de obvia inconstitucionalidad en la confianza de que cuando el Constitucional se pronuncie será en vano, ya se habrá impuesto la voluntad del autócrata. Caso de los estados de Alarma.
Sus condenados por corrupción son buena gente, honrados por definición, y la ciudadanía en transición a masa -la democracia en transición a oclocracia- defiende el indulto, lo ve lógico o lo da por hecho, privándose de un recurso de valor incalculable: el señalamiento de un límite y el mensaje de que no se tolerará de ninguna manera su traspaso. Las sentencias judiciales ya no valen nada puesto que el autócrata las neutralizará a conveniencia mediante el uso arbitrario de lo discrecional. La transparencia se la pasa el sanchismo por el arco del triunfo; su guerrilla reticular, sea podemita, verificadora autoproclamada, o pretendida asociación de consumidores, perseguirá y amenazará al que esgrima su derecho a conocer el destino del dinero público. Criticar el viaje de Igualdad a EE.UU. es violencia, ¿lo recuerdan? Así se anunciaba el trato que recibirán los insistentes: legítima defensa. Violencia. Solo queda por ver si la España constitucionalista muestra el mismo desprecio por la propia libertad que su parte catalana. Porque la perfecta catalanización de España no solo exige triturar la Constitución; también requiere que lo permitamos encogiéndonos de hombros.