Ignacio Varela-El Confidencial
- ¿Qué se examina una y otra vez cuando Sánchez impone algo? No la eficacia del Gobierno, sino la moderación del Partido Popular
Pedro Sánchez es experto en la técnica escapista, vieja como el mundo, de hacer que cada una de sus decisiones no consensuadas —que son casi todas— se convierta en una prueba no para el Gobierno que las toma, sino para la oposición. Ahí entra en juego una de sus expresiones predilectas: “Arrimar el hombro”. En el lenguaje común, esa frase se refiere a la disposición para contribuir lealmente al procomún desde una actitud mutuamente colaborativa y no impositiva, de reconocimiento y respeto recíprocos, más que de sumisión. Pero tratándose de alguien cuya concepción de las relaciones políticas se define exclusivamente en términos de dominación o vasallaje, ‘arrimar el hombro’ debe traducirse directamente como obedecer sin rechistar.
“Esto son lentejas”, dice Sánchez; y si la bancada de enfrente dice que no se lo come, cae sobre ella el dicterio fulminante: no arriman el hombro. En realidad, el neologismo ‘cogobernanza’, entendido como gobernación compartida o al menos concertada, es completamente ajeno a la cultura del sanchismo.
¿Qué se examina una y otra vez cuando Sánchez impone algo? No la eficacia del Gobierno, sino la moderación del Partido Popular. El menor atisbo de crítica o resistencia a un ‘diktat’ monclovita se presenta como un síntoma inequívoco de inmoderación, cualesquiera que sean los motivos de la discrepancia. Naturalmente, esa unidad de medida no se aplica cuando quien pone pies en pared es uno de los muy inmoderados socios del bloque oficialista. Entonces el desacato es tan solo un saludable signo de pluralidad progresista, y la obligación de la oposición es acudir sumisamente en socorro del Gobierno sin discutir una coma ni pedir nada a cambio.
Por añejo que sea el truco, es frecuente que el propio PP y una buena parte del cuerpo de analistas y opinadores muerdan el anzuelo y se sientan concernidos por un juego tan burdo. Sin ir más lejos, el atrabiliario tuit de Isabel Díaz Ayuso sobre el decreto-ley de medidas de ahorro energético ha sido la excusa perfecta para aparcar el debate sobre los múltiples agujeros de la norma y desviar el foco por enésima vez sobre la moderación, no de Ayuso (a la que tal virtud se le niega de oficio), sino de Alberto Núñez Feijóo. Así va zafando el Ejecutivo el examen crítico de sus sucesivos ‘paquetes de medidas’, todos improvisados, contradictorios entre sí y cada uno de ellos más ineficiente que el anterior para hacer frente a lo que se avecina.
Por parte de la Comunidad de Madrid no se aplicará. Madrid no se apaga.
Esto genera inseguridad y espanta el turismo y el consumo.
Provoca oscuridad, pobreza, tristeza, mientras el Gobierno tapa la pregunta: ¿qué ahorro se va a aplicar a sí mismo? https://t.co/3nDyfnwsxb
— Isabel Díaz Ayuso (@IdiazAyuso) August 1, 2022
Que España necesita una transformación en profundidad de su modelo energético es una verdad establecida desde hace varios lustros por los conocedores de la materia. Es una de tantas reformas estructurales que permanecen pendientes y atraviesan las legislaturas sin que se den jamás las condiciones políticas que permitirían abordarlas en serio. La aceleración del cambio climático, la guerra de Ucrania y la espiral inflacionaria —que nació en los precios de la energía y ya se ha expandido a todo el sistema económico— han convertido una necesidad crónicamente enquistada en emergencia impostergable. Ahí se ha visto, una vez más, que este Gobierno es cualquier cosa menos previsor.
Un auténtico plan nacional de ahorro en el consumo de energía (incluso uno que no sea estructural sino episódico) requiere obligadamente que se habiliten ciertas condiciones: primero, un estudio profundo de toda la casuística para no dar palos de ciego ni crear situaciones absurdas (es evidente que poner el aire a 27 grados en un bar de Córdoba a las tres de la tarde no es lo mismo que hacerlo en una mercería de Pontevedra a las 10 de la mañana). Segundo, la concertación con las principales empresas del sector, lo que no parece compatible con una campaña de injurias acompañada de agresiones fiscales desde la cúpula del poder. Tercero, una negociación previa con las comunidades autónomas y, a través de ellas, con los ayuntamientos, que son quienes tienen que hacer practicables las medidas. ¿O acaso enviará Grande-Marlaska a la Guardia Civil para mantener herméticamente cerradas las puertas de El Corte Inglés? Y cuarto, una dosis notable de consenso parlamentario, de tal forma que los principales partidos se muestren dispuestos a compartir el coste político de medidas necesariamente impopulares.
Nada de todo eso ha existido. El Gobierno ha improvisado en una semana un churro legislativo de brocha gorda que, afortunadamente, será inaplicable en la práctica. Habrá lío en el Congreso dentro de 30 días para convalidar este decreto-ley, porque para entonces ya se habrá comprobado que su puesta en vigor creará un mar de confusión, conflictos y malestares, sin aportar a cambio un ahorro energético sustancial. Hasta el punto de que, para una oposición que razonara con ánimo destructivo, lo más rentable políticamente —y lo más dañino para el Gobierno— sería que el decreto se aplicara estrictamente en sus propios términos.
El Gobierno vasco —en el que participa el Partido Socialista— anuncia que no tiene la intención de aplicar este decreto en su territorio y la noticia se recibe en la Moncloa con un espeso silencio. La presidenta de la Comunidad de Madrid pone un tuit deliberadamente provocador en el mismo sentido y hay celebración en la Moncloa: ya disponen de la coartada para mesarse los cabellos y camuflar la chapuza. A partir de hoy, Isabel Díaz Ayuso —y por extensión, el PP— será presentada como la máxima responsable de la crisis energética en España.
El tuit de Ayuso habría sido un hallazgo feliz, en términos de comunicación, si se hubiera limitado a dejar clavados los tres conceptos mortales: oscuridad, pobreza, tristeza. Porque, efectivamente, esas son las tres cosas que nos esperan en los próximos meses. Con ello habría vuelto a demostrar lo que ya sabemos de ella: que posee unos reflejos felinos y que conoce a su público como nadie.
Pero como la presidenta madrileña es tan lista como alocada y desmedida, no resistió la tentación de incluir la consigna insurreccional: “Por parte de la Comunidad de Madrid no se aplicará”. Desafiar a la ley es algo que puede permitirse Junqueras, pero no un partido institucional que aspira al Gobierno de España. Es probable que Ayuso haya enardecido aún más a sus hooligans, pero ha conseguido meter a su partido en una complicación inútil y ofrecer una gran solución a Sánchez.
Este es intrínsecamente un ‘Gobierno cigarra’ que sufre indeciblemente cuando llega, como ha llegado a toda Europa, la hora de las hormigas. Por eso le viene tan bien el comodín de la derecha inmoderada que no arrima el hombro. Es la consigna universal del populismo: para cada problema, un culpable.