JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO-ABC

  • Comunismo y fascismo terminaron de manera desastrosa, porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades

La reciente muerte de Mijáil Gorbachov debería obligarnos a pensar. Porque no fue uno más de los personajes que ocuparon el poder durante la tormentosa historia rusa del último siglo, sino el impulsor y responsable de las reformas que, tras revelarse imposibles, acabaron llevando al derrumbamiento del comunismo. Y este, a su vez, había sido uno de los dos grandes proyectos políticos que el pasado siglo ofreció como alternativas a la democracia parlamentaria, en cuya difícil construcción y ampliación se esforzaban las sociedades más civilizadas y sensatas del mundo.

El segundo de esos grandiosos proyectos había sido el fascismo, que también nació y murió en el siglo XX. Ambos se propusieron sustituir la democracia, con sus reglas y sus límites al poder, por dictaduras redentoras que, según ellos, crearían de la noche a la mañana un “hombre nuevo” e inaugurarían la fase definitiva en la historia humana.

Los dos terminaron —otra importante coincidencia— en fracaso. Pero no en un fracaso cualquiera, sino en uno desastroso, acompañado, en ambos casos, por hechos sangrientos de enorme magnitud. Porque los dos, que aparecieron ante el mundo como enemigos feroces, se aliaron, contra todo pronóstico, cuando vieron la posibilidad de repartirse Polonia, y desataron así la Segunda Guerra Mundial.

Gorbachov fue, y de ahí su importancia, el liquidador del primero de esos proyectos. El comunismo, nada menos que la culminación del viejo sueño igualitario, cuyo origen podría remontarse hasta Platón o los ensueños utópicos, y cuya expresión moderna era la socialdemocracia, de la que los revolucionarios se escindieron en su origen. Su idea nuclear era que la propiedad privada es la causa última de todos los conflictos políticos y sociales, y que la colectivización de los bienes era, por tanto, el paso obligado para iniciar la solución de nuestros problemas. Esta idea se apoyaba en estudios muy enjundiosos de mediados del XIX sobre la historia de la humanidad, explicada en términos de lucha de clases, con los intereses económicos como motor último de los enfrentamientos humanos. Todo aquel pasado conflictivo debía conducir a una última y definitiva revolución, que haría tomar el poder al proletariado, la clase absolutamente desposeída y sufriente —es decir, pura—, la cual organizaría un sistema económico colectivizado que, por primera vez, no generaría ningún nuevo grupo dominante u opresor. Por el contrario, haría nacer una comunidad cuyos miembros estarían integrados en su entorno social e impulsados por una actitud cooperativa y fraternal. Y la paz reinaría al fin para siempre en el mundo.

El “fascismo”, en cambio, o la familia de fenómenos políticos a los que se aplica ese nombre, era una deriva radical del nacionalismo, un fenómeno relativamente reciente, pues provenía de la época en que las revoluciones antiabsolutistas impugnaron los derechos soberanos de dinastías o monarquías imperiales y transfirieron la legitimidad política a la nación. El fascismo elevó esa nación a realidad esencial, eterna y sagrada, superior a cualquier otro valor moral. Y construyó su “hombre nuevo” sobre su integración absoluta y radical en esa idealizada comunidad nacional. El mandato ético derivado de este planteamiento no era precisamente la paz, sino más bien lo contrario: la predisposición a “morir por la patria” (traducido, el derecho y deber de matar en nombre de la patria) y el establecimiento de un orden jerárquico de naciones según su superioridad racial. Pero esto iba acompañado por otras muchas cosas: entrega al grupo, culto al líder, rechazo de un materialismo que se suponía producto de la modernidad o cohesión de todas las fuerzas sociales y culturales alrededor de la mística nacional, a cuyos valores supremos serviría una autoridad sin límites.

Incluso descritos de manera tan sucinta, se ve bien lo grandioso de ambos proyectos. Y una referencia, no menos breve, a su recorrido histórico explicará por qué es inevitable añadirles el calificativo de desastrosos. Porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades. El comunismo dio lugar a Stalin, con su reinado del terror —incluso sobre sus camaradas de partido—, sus purgas, su policía secreta, sus campos de concentración —donde murieron entre cinco y diez millones de personas, básicamente de hambre—, su participación en guerras que originaron otras docenas de millones de víctimas… Unas cifras paralelas a las atribuibles a Hitler, supremo dirigente del lado opuesto y paradigma habitual —con toda justicia— del mal absoluto.

Ninguno de estos dictadores, por cierto, fue un loco en quien recayera el poder debido a un incidente desafortunado, error que si se pudiera rectificar dejaría limpia la trayectoria de aquel proyecto político. No. Stalin, por ejemplo —o Mao, al que no se debe olvidar en esta lista de criminales masivos—, se limitó a desarrollar todo el esquema dictatorial, basado en el partido único, el ejército rojo y la policía secreta, diseñado, y comenzado a poner en marcha, sin el menor escrúpulo ético o político, por Lenin y Trotski.

Mientras no reconozcamos esto, mientras haya todavía hoy quien se sienta cómodo, e incluso orgulloso, ostentando en su solapa la insignia de “comunista” o “fascista”, estaremos poniendo trabas a un futuro político cuya única legitimidad sea la democrática. Todo aspirante actual al poder debería declarar, como primero de sus principios irrenunciables, que su proyecto se aleja radicalmente de aquellos dos fracasos criminales llamados comunismo y fascismo.

Pero su declaración debe ser clara: contra ambos a la vez y por igual. Porque es muy fácil presentarse sólo como enemigo de una de esas dos alternativas. Incluso es habitual denostarlos y sumarse a frentes anticomunistas o antifascistas. Pero es también típico ser sólo una de estas dos cosas. Lo cual puede muy bien ser un artilugio o disfraz para defender, o al menos no condenar con igual firmeza, la opción opuesta.

El fascismo tiene peor prensa, y hoy casi nadie se identifica abiertamente con él. Hay grupos, como Vox en España, que defienden posiciones muy cercanas a lo que llamamos fascismo, pero evitan el nombre. El comunismo, en cambio, ha sobrevivido con menor carga peyorativa. Se justifican muchas veces regímenes como el cubano, el coreano del Norte, el venezolano o el nicaragüense, elogiando incluso la “justicia social” que allí impera comparada con los países de su entorno, pero evitando llamarlos “dictaduras”, única etiqueta política que, en rigor, les corresponde. Más aún, hay quien se declara “comunista” y se integra en un Gobierno democrático —el español actual, por no salir de casa— sin ruborizarse ni escandalizar a quienes se sientan a su lado.

De ahí que la obra de Gorbachov haya sido tan importante. Y que su desaparición nos obligue a evocarle con respeto y agradecimiento.