Malinche, la alegría y la envidia

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • Lo sucedido tras el estre no del musical Malinche, además de poner al descubierto el plumero de los que se quedan sin influencia, ilustra un choque. Choque entre la excelencia de una obra única, bella y desconcertante (es a la vez ligera y ambiciosa, profunda y picante) y la desnudez intelectual y moral de los sectarios que escupen al cielo

Cultura es lo que diga la izquierda. Esto ya era así mucho antes de la gran mutación, de la irremisible conversión del progresismo en pura reacción, relativismo cognitivo, irracionalidad y trágala cancelador. La apropiación de lo cultural tenía su lado bueno cuando, lejos de expulsar, la izquierda integraba. Es lo que hizo Manuel Campo Vidal convirtiendo ‘Simplemente María’ en objeto serio de estudio. Corriendo los años, la ley de hierro de lo que yo te diga perdió toda su gracia transgresora. Ya no se trataba de incorporar lo despreciado, empeño por demás innecesario desde el urinario de Duchamp (‘La fuente’). Siendo el arte desde hace un siglo lo que el (auto)ungido designe como tal, con mayor razón será cultura todo lo imaginable; cualquier cosa es susceptible de ser encontrada por alguien dispuesto a jugar al ‘objet trouvé’. También cualquier idea o cualquier cruce idea-cosa. No pasa nada. Luego el tiempo se lleva lo que sobra y deja lo dotado de sentido. Y que nadie se engañe: el meadero de Duchamp tiene sentido porque lo tuvo, y perdurará. No así los despropósitos de sus imitadores, tristes e insistentes. Como fuere, desde los lugares más alejados del arte y la cultura (que son la política, por un lado, y la crítica artística y cultural, por otro), se aprovecha, se explota, se exprime y se apura hasta las heces aquella gratuita atribución: señalar al resto de mortales qué es y qué no es «bueno». Qué bueno.

La paulatina erosión de esa apropiación indebida y risible es un hecho. El crítico cultural ‘woke’ (nueva izquierda) rezuma envidia y solo nos cuenta su pequeñez cuando rabia con Malinche, sin ir más lejos. Solo las mentes más estrechas y menos instruidas siguen ya al guía que les indica lo que deben aplaudir o abuchear, aunque no lo vean, ni lo lean, ni lo oigan. Por razones ideológicas. Sin más. Lo sucedido tras el estreno del musical ‘Malinche’, además de poner al descubierto el plumero de los que se quedan sin influencia, ilustra un choque. Choque en el que se dejarán los dientes profesionales y el último prestigio unos cuantos señores de ‘la crítica’. Choque entre la excelencia de una obra única, bella y desconcertante (es a la vez ligera y ambiciosa, profunda y picante) y la desnudez intelectual y moral de los sectarios que escupen al cielo.

No se había producido en España nada como Malinche porque nadie había reunido los ingredientes. Además de productores comprometidos, los mejores profesionales de muy diversas disciplinas, y mucho mucho tiempo, para crear Malinche hacía falta que un artista superdotado se obsesionara con una historia que toca a los españoles y a los mejicanos en el alma, incluso cuando no lo saben todavía. El superdotado es Nacho Cano, para disgusto de sectarios. Quien haya tenido algún contacto con la música sabe que una de las cosas más difíciles del mundo es componer un tema que parece fácil, que es pegadizo y original, que te dará alegría siempre más, cada vez que lo vuelvas a oír. Hay mil artistas de un solo tema, y han podido basar su carrera entera en aquel afortunado hallazgo. Muy pocos son capaces de repetir la proeza, y volver a repetirla, y otra vez, y una más, hasta que tienes que admitir que a ese músico le tocó el dedo de Dios. No ver que Nacho Cano está ahí es envidia o sordera. Sus canciones colorean nuestra memoria sentimental, se adhieren a todo lo grato que nos deparaba la vida. Nacho Cano quizá lo niegue, pero uno de sus temas más conocidos y productivos lo compuso entero en diez minutos por un… compromiso. El tema lleva décadas arrasando allí donde suena, levantando a la gente y elevando su estado de ánimo. He ahí una de las raras características del autor de Malinche. Imagínense lo que un perfeccionista casi patológico tocado por el dedo de Dios es capaz de hacer en doce años de trabajo. Bien, no necesitan imaginarlo: pueden verlo con sus propios ojos y llevárselo. Es un regalo para el alma. Como un reloj suizo, docenas de artistas cantan y bailan en un espacio físico que es el de Nacho Cano soñando con la madre del primer mestizo; en un espacio sonoro donde se entrelazan con armonías y texturas arrebatadoras el flamenco y el hip hop, el pop de inconfundible sello Mecano, el rock sinfónico y los arreglos de gran musical, que tienen sus propias reglas herméticas, al alcance de muy pocos creadores. Hay más que perfección técnica ahí. Esta la podemos dar por descontada en el hombre que a los dieciocho tocaba seis, ocho teclados mientras se agitaba, enloqueciendo al público, sin fallar un tiempo, sin ensuciar una digitación. Luego tañía una guitarra española con maestría, a pelo, y volvía a su característica postura del multiteclista con los brazos abiertos. Le vi hacer aquello en Barcelona, creo que en el ochenta y tres, y me sentí abducido por un extraterrestre benéfico que me devolvió mejorado, más feliz y más ambicioso. En Malinche, Nacho Cano nos invita a mirar a Méjico con otros ojos, a fundirnos con Méjico, a abrazarnos y besarnos, qué coño, como Malinche y Cortés.

Ante este fenómeno, los dictadores del gusto ven el show y se hacen caca encima. Tienen un problema: el público está entusiasmado y ellos deben azotar al taumaturgo porque parece que apoya a Ayuso. No es de la tribu. Cultura es lo que yo te diga. ¡Malinche no es fiel a la historia! Causa sonrojo recurrir a eso en la era de la novela histórica y con el canon de los musicales en Andrew Lloyd Webber. ¡No cuenta la conquista como un genocidio de pobres indios a manos de malvados españoles! No, la cuanta como le sale de la libertad creativa, como ha hecho siempre.