GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO
- Hay razones de peso para difundir el conocimiento que generamos de forma atractiva porque la historia es importante y se lo debemos a los ciudadanos
La historia es una disciplina académica que estudia el pasado de manera seria y rigurosa. También es una herramienta útil para el presente. Nos proporciona un conocimiento básico para comprender la cultura, el arte, el urbanismo, el paisaje, la política, la economía, la sociedad, las relaciones internacionales… Quien ignora la historia, advertía Cicerón, siempre será niño. Por añadidura, si está bien contada, compone un relato fascinante.
Los alumnos de Secundaria aprenden de la asignatura de historia y bastantes, además, disfrutan en clase. A otros la musa Clío les cautiva más tarde, ya de adultos: en su tiempo libre leen novelas históricas, juegan a videojuegos históricos y ven películas y series ambientadas en otras épocas. A la hora de viajar en vacaciones, buscan en internet información sobre el pasado de la zona que visitan, atienden a las explicaciones de los guías y exploran ruinas, museos, monumentos y edificios emblemáticos.
Hay una creciente minoría cuya curiosidad le lleva a ir más allá. Los documentales históricos y programas radiofónicos como ‘Documentos RNE’ tienen éxito de audiencia. De acuerdo con la Federación de Editores de España, sin contar los libros de texto ni las enciclopedias, en 2021 la venta de obras de ciencias sociales y humanidades facturó 124,86 millones de euros, un crecimiento del 10,9% respecto a 2020. Por añadidura, cada mes decenas de miles de personas compran revistas como ‘Desperta Ferro’ o ‘La Aventura de la Historia’.
En los últimos años Clío ha encontrado innovadoras vías de difusión para complementar las tradicionales: actividades de recreación histórica; programas televisivos como ‘El condensador de fluzo’; canales de Youtube como Memorias Hispánicas; revistas ‘online’ como ‘DHistórica’ o la ‘Revista Universitaria de Historia Militar’; vídeos educativos como los que produce Academia Play; foros de debate como el grupo Historia Contemporánea en Facebook; cuentas de Twitter como The Valkyrie’s Vigil o La Huella Románica; y podcast como La Biblioteca de la Historia, Antena Historia, Medievalia, Anaideia, Casus Belli, Infantas y Reinas, Histocast, Terranova, Niebla de Guerra, Hablemos de Historia, Almas del Medievo…
Bastantes de estos proyectos son fruto de la iniciativa empresarial. Otros, del empuje de aficionados que conjugan pasión con erudición. También hay historiadores profesionales que dedican parte de sus energías a la divulgación.
Dicha tendencia, que se enmarca en lo que denominamos historia pública, es esperanzadora. Ahora bien, se enfrenta a ciertos escollos. Primero, la escasa atención que los medios de comunicación tienden a prestar a la investigación académica. Segundo, la falta de tiempo de los profesores universitarios, abrumados por labores burocráticas. Tercero, el temor de algunos de ellos a exponerse demasiado. Cuarto, la tendencia de otros a aislarse en una cómoda (y en ocasiones arrogante) torre de marfil. Quinto, la dinámica académica: como al resto de científicos, para progresar en su carrera al historiador se le exige publicar artículos en revistas especializadas de escasísima circulación, que acaban olvidadas en las estanterías de las bibliotecas.
Este último obstáculo desaparecerá cuando las universidades y las agencias de evaluación computen la divulgación como un mérito académico relevante. El resto de los factores dependen, sobre todo, de nosotros mismos. Requiere un gran esfuerzo, pero hay razones de peso para tratar de difundir el conocimiento que generamos de una forma atractiva. Por un lado, porque la historia es importante. Por otro, porque se lo debemos a una ciudadanía que financia con sus impuestos la mayoría de nuestros proyectos y nóminas.
Por último, porque, si no, corremos el riesgo de que se expandan y asienten versiones tergiversadas. Como acertadamente advertía mi profesora María Jesús Cava en estas mismas páginas (22-10-22), no es oro todo lo que reluce. Algunos divulgadores, lejos de documentarse, repiten mitos ya desmentidos por la historiografía. O desvirtúan los hechos hasta la vulgarización. También hay errores intencionados: los de quienes propagan mentiras para blanquear dictaduras o bandas terroristas, alimentando los discursos de odio. ¿Y qué decir de los canales de televisión obsesionados con las teorías de la conspiración y los alienígenas?
En el ámbito divulgativo los historiadores tenemos mucho que aportar: formación, fuentes, bibliografía, método, interpretación, nuevas tendencias, comparaciones a distintas escalas…; en definitiva, nuestro oficio. No se trata de sustituir a los buenos divulgadores, de los que tanto podemos aprender, sino de colaborar con ellos en una hermosa tarea que nos incumbe a todos.