IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Bajo el romanticismo melodramático de ‘Casablanca’ hay un mensaje ético de compromiso, patriotismo y desprendimiento

Va a cumplir ochenta tacos y luce con ese esplendor intacto de la belleza que brota del fondo del alma. Ni las arrugas de la edad, ni las brumas de la distancia, ni los cambios de paradigmas estéticos y culturales han desgastado el brillo y la grandeza de ‘Casablanca’, obra maestra cuyo secreto de inmortalidad reside en el vértigo de su sentimentalidad espontánea y en la acumulación feliz de hallazgos intuitivos, casuales, impremeditados, que la rodean de una pátina de perfección casi involuntaria y consiguen cuajar esa atmósfera de magia irrepetible, certera, redonda, acabada, capaz de otorgar a una creación artística la condición de clásica. Aunque sea un melodrama.

Todo en esta película imperecedera tiene en realidad un aire improvisado. Pensada como una producción rutinaria, de repertorio, para cubrir la cuota contractual de unos estudios californianos obligados incluso a reaprovechar decorados con tal de presentar en plena guerra varias decenas de estrenos al año, se convirtió en leyenda gracias a la inspiración de unos actores en estado de gracia y de unos guionistas iluminados –probablemente por iluminación etílica– a la hora de estructurar el relato a base de rescribir sobre la marcha los diálogos. El resultado, quizá fortuito, fue un prodigio de fluidez narrativa envuelto en un halo de hechizo, una acumulación de aciertos conceptuales, de frases fulgurantes y de duelos interpretativos que han acabado proyectándose en la modernidad con el poder de sugestión que caracteriza a los mitos.

Y luego está, como imparable vector de fuerza, el espíritu romántico que sirve de trasfondo –en el apogeo de la gran masacre bélica– a un mensaje de vigor ético. Bajo la apariencia de cinismo pragmático de Bogart late una encarnadura moral de compromiso, patriotismo y desprendimiento; la construcción del personaje remite al prototipo de héroe del ‘western’ con un pasado oculto en una nube de misterio y un presente de superviviente escéptico, pero el truco que embruja el guion consiste en la caída de esa máscara de ambigüedad e indiferencia en un desenlace de sacrificio quijotesco. El giro desde la trama de amor, juego, espionaje y recuerdos hacia un final redentor de nobleza idealista es un rasgo de genio que se puede ver mil veces sin dejar de sentir el cosquilleo de un encanto inmarcesible, eterno.

La gran virtud de ‘Casablanca’ es que por más que se revisite no falla nunca porque trata, con una mezcla de emoción, ironía y elegancia, de causas, pasiones, sueños y valores que no caducan. La lealtad, el desamor, la culpa, la amistad, el azar, la muerte, la aventura. Pero aun si todo eso no bastase, queda la música. La partitura imborrable que habla de canciones de amor y luz de luna. La que vence al tiempo y despeja la duda de que Ilsa y Rick permanecerán siempre juntos en la memoria más allá de la espera, la traición y la renuncia.