IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El deber de un rey constitucional es dejar la política para los políticos y mantenerse como símbolo de un país unido

Si existiese una academia específica para los herederos de las monarquías europeas, los príncipes y demás miembros de la realeza estudiarían la caída de Constantino de Grecia. En ausencia de tal escuela, los reyes en ejercicio transmiten la peripecia a sus vástagos para que escarmienten en cabeza ajena. A Juan Carlos no le hizo falta porque al tratarse de su cuñado la conocía de primera mano y la tuvo muy presente en la noche del ‘tejerazo’, cuando los motores de los tanques de la Brunete rugían en el patio del cuartel esperando la orden de salir en apoyo del golpe de Estado. Los errores del inexperto soberano griego dejaron tal herida civil entre sus paisanos que al cabo de casi medio siglo las autoridades le han regateado honores en su ritual funerario.

A grandes rasgos, para los que desconozcan la Historia, lo que hizo Constantino fue pactar con los coroneles sublevados en 1967 y avalar el juramento de la Junta Militar para conservar la Corona. Luego dirigió él mismo un contragolpe, fracasó y acabó huyendo en avión a Roma. Pero antes de todo eso se había involucrado a fondo en los convulsos avatares de la política interna, enfrentándose al líder socialista Papandreu y usando sus poderes arbitrales para cerrar el paso a la izquierda. Hasta cinco primeros ministros llegó a nombrar en medio de una crisis de inestabilidad del sistema. En términos coloquiales se podría decir que la lio parda. Primero abusó de las prerrogativas constitucionales para interferir la dinámica parlamentaria; después se plegó a los militares, más tarde los quiso derribar por las bravas y por último, ya expatriado, pretendió en vano que la derecha de Karamanlis lo repusiera tras la restauración democrática. Dos referendos -uno, manipulado por la dictadura, en 1973 y otro, libre, al año siguiente- consumaron la deriva republicana. Hasta la nacionalidad le quitaron en un acto de encono y de revancha.

Merece la pena recordarlo cuando en España ciertos monárquicos muy ‘cafeteros’ echan de menos la tentación del borboneo y reclaman que Felipe VI se pronuncie de manera explícita sobre (contra) los excesos del Gobierno. El Rey siempre ha tenido claro, como su padre, el contraejemplo de su tío. Y la lección de que la supervivencia de la institución y su legitimidad de ejercicio dependen de su neutralidad, de su ejemplaridad ética y de su valor como símbolo de convivencia entre ciudadanos de ideas, creencias y modos de vida distintos. De dejar la política para los políticos, evitar tomas de partido y, salvo en situaciones de emergencia o extremo peligro, mantenerse al margen de los conflictos. Las Coronas modernas son el fruto de un pacto de soberanía que no admite intervencionismos, y la nuestra es en este momento la última y casi la única garantía de un país unido. Olvidar este principio significa emprender un camino que suele acabar en exilio.