Simples, pero malintencionados

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «En lo que hagamos podemos tomar ejemplo de la estrategia de la izquierda, y desechar de inmediato todo el resto de su equipaje: sus fórmulas, su visión del mundo en blanco y negro, su arbitrismo caprichoso y compulsivo, su voluntad de construir un sistema donde solo se sienta cómoda media España, su desprecio al Estado de derecho»

Detecto confusión. La complejidad, signo de los tiempos, precisa de modelos cuyo requisito principal es la confianza en la autoorganización. Y si se trata de sistemas sociales, que son los que aquí nos importan, esa confianza es incompatible con las almas autoritarias, con las recetas simples, con las concepciones lineales del mundo. Con lo que Antonio Escohotado llamó, en fin, «el orden de la orden» (‘Caos y orden’, 2000).

Nuestra izquierda, que ya es toda extrema si tomamos como referencia los principios de la democracia liberal y el libre mercado, debe más de lo que sabe al arbitrismo de ensoñación. Por eso aquí el influjo del marxismo sobre las élites culturales caló más hondo. Llovía sobre mojado. Cuando a Paul Lafargue, yerno de Marx, le encargaron traer a España el socialismo organizado, el terreno ya era propicio a revoluciones. Pero no solo en la clase obrera del canon del suegro -que aquí era más bien clase agraria- sino en los hacedores del imaginario. Cierto es que Lafargue trataba con los tipógrafos que crearían el PSOE, y que a estos no se les consideraba intelectuales. Pero.

Pero los tipógrafos eran los ‘blue collars’ de la palabra. Si leemos ahora los discursos parlamentarios de Pablo Iglesias (el de verdad), notaremos que se expresaba mejor que los parlamentarios actuales. Por supuesto, era infinitamente más elocuente que la mejor alumna de Periodismo. Si algún pero hay que ponerle a su retórica es la insistencia en infravalorarse. Las mismas frases de humildad que en Castelar habían sonado a choteo en el Congreso, dada su indiscutible superioridad oratoria sobre el resto de la Cámara, dan algo de grima años después en el fundador del PSOE, dejan el regusto del acomplejamiento.

Los ‘blue collars’ de la palabra resultaron tener, corriendo el tiempo, mucha más influencia que los ‘white collars’, los intelectuales. Por eso en la Segunda República, Azaña, que se tenía por el más culto y capaz de cuantos le rodeaban, que había saltado de la presidencia del Ateneo al Ministerio de la Guerra, que venía de presidir el Gobierno, obtuvo escaño en las elecciones de finales del 33 por caridad de su amigo Indalecio Prieto. En el Ateneo, Azaña no solo creía que los intelectuales (y, básicamente, él mismo) debían gobernar (ese platonismo le salió bien); también estaba persuadido de que podría valerse de las masas para desactivarlas cuando le conviniera (esa candidez salió fatal).

A la figura del intelectual en España le ha dedicado su obra más reciente David Jiménez Torres en ‘La palabra ambigua’, libro altamente recomendable. La ambigüedad del término intelectual viene de lejos, pero lo de ahora es un festival del despropósito. Si te van a mezclar con actores comprometidos y aun con periodistas a lo Elisa, si te va a avergonzar su compañía en algún manifiesto, ¿quién quiere ya que lo metan en el saco?

Debemos la más profunda reflexión sobre la naturaleza del intelectual a Maurice Blanchot (‘Les intellectuels en question’). Hay que retrotraerse al caso Dreyfus. Traduzco. «Los intelectuales se reconocieron como tales durante los años en que la defensa de un judío inocente, cuyas torturas anunciaban las de los campos raciales del siglo XX, no tenía solo el interés de una causa justa, sino que esta era su Causa: la que justificaba escribir, saber y pensar. Lo extraño de su intervención es que fuera colectiva, en tanto que su exigencia exaltaba la singularidad, de modo que se originó un universalismo individualista que mantiene bajo otros nombres su poder de atracción».

Pues bien, ¿dónde está el universalismo de nuestros intelectuales? ¿Dónde su individualismo? Es más, ¿dónde están ellos? A mí me vienen unos pocos a la mente. Aquí tenemos a Jon Juaristi. Y muy cerca a Fernando Savater. Ambos comprometidos con esa Causa que justifica escribir, saber y pensar. Incomprensiblemente, el primero no está en la Real Academia Española, y del segundo parece avergonzarse el principal medio donde escribe. La tontuna mediática no pensaría precisamente en ellos al evocar el compromiso, inherente al intelectual. Solo hay compromiso si este mira a la izquierda y está formado por gestitos. Pero el compromiso real con una causa justa, con la causa más justa a la que aquí y ahora podemos entregarnos, lo comprobé el lunes en el acto organizado por Jaime Mayor Oreja. Porque al menos media España tiene en mente que algo hay que hacer ante la acelerada desvirtuación de esta democracia nuestra. Y son pocos, muy pocos, los que articulan y proponen planes para seguir siendo un país libre y entero. El título del acto de NEOS lo dice todo: ¿Y ahora qué?

En lo que ahora haya que hacer, en lo que hagamos, podemos tomar ejemplo de la estrategia de la izquierda, y desechar de inmediato todo el resto de su equipaje: sus fórmulas, su visión del mundo en blanco y negro, su arbitrismo caprichoso y compulsivo, su voluntad de construir un sistema donde solo se sienta cómoda media España, su desprecio al Estado de derecho. Y, muy especialmente, su probada incapacidad para entender la complejidad. A título de ejemplo: hay una mitad de ignorancia y otra mitad de construcción del enemigo en la nueva consigna del capitalismo despiadado, que ha ido a señalar -¡precisamente!- a la empresa que abarató los precios de la alimentación manteniendo la calidad. En un sector caracterizado por lo estrecho de los márgenes. Fijar precios es la típica propuesta de quien no entiende nada. Ya lo era cuando Hayek desarmó la planificación. Y ha llovido desde entonces. Seguir con eso a estas alturas trae tanta miseria material como intelectual.