EDITORIAL- EL ESPAÑOL

Formaba parte del guion previsible que el Gobierno de coalición respondiera, de alguna manera, a la decisión de la constructora Ferrovial de trasladar su sede a Ámsterdam. Especialmente, tras reconocer la compañía que su determinación está amparada por las ventajas crediticias que presenta Países Bajos sobre nuestro país, y por la necesidad de “un marco laboral competitivo y seguridad jurídica en todos los ámbitos”.

A fin de cuentas, lo que Ferrovial sugirió es que España carece de la competitividad en el marco laboral que exige su negocio, que peca de inseguridad jurídica con sus constantes cambios en las reglas del juego y que, en definitiva, no le compensa el esfuerzo fiscal al que obliga cada año la política recaudatoria del Gobierno.

Lo que sorprende, más allá de las consideraciones corporativas, en esencia inobjetables, es el tono beligerante y desproporcionado del Gobierno. No sólo desde Unidas Podemos, con la impostada indignación manifestada por la ministra Ione Belarra, que limitó a “empresa pirata” a una de las constructoras más acreditadas en el mundo.

Lo que clama al cielo es que hasta los perfiles presumiblemente sosegados y técnicos del ala socialista asuman ya, sin remilgos, tanto las formas como el fondo del discurso de la extrema izquierda. Lo que incluye ataques personales y campañas difamatorias contra el accionista mayoritario de Ferrovial, Rafael del Pino, por adoptar una decisión empresarial escrupulosamente legal.

A estos aspavientos se incorpora la irritante negación del fiasco de medidas como las subidas repetidas del salario mínimo o el mal llamado ‘impuesto a los ricos’, o de la ineficacia de satanizar a las grandes fortunas del país, a las que el presidente caricaturizó como “los señores con puro”.

Cualquiera puede comprender que las afrentas no salen gratis. Cuando el ministro de Seguridad Social y Migraciones, Javier Escrivá, se refiere a Del Pino como un hombre aconsejado por la “codicia”; o cuando la vicepresidenta primera y ministra de Economía, Nadia Calvino, señala el “poco compromiso” de la compañía con España, lanzan un claro mensaje de rechazo a los empresarios.

¿Por qué no asume Moncloa que Ferrovial, simplemente, tomó una decisión ajustada a la ley y a las reglas del libre mercado en un entorno enormemente competitivo? ¿Acaso no sería más productivo un examen de conciencia, con parada en cada una de las medidas aprobadas, a fin de corregir los errores que han contribuido a este desenlace indeseable para todos los contribuyentes? ¿Por qué no reservar la energía a la construcción de un contexto propicio para la inversión y la larga estadía de las multinacionales, y no a atacar con celo a los creadores de riqueza en España?

Hace unos días, Pedro Sánchez proclamó en el Senado, a modo de burla, que a Alberto Núñez Feijóo le temblaban las piernas. Al contrario, los indicios apuntan a que es el PSOE quien comienza a sufrir los nervios, con los escándalos acudiendo en tromba y a semanas de las elecciones autonómicas y municipales. Lo constatan las apelaciones desesperadas a la Kitchen, las campañas disparatadas contra la oposición (vinculando a Feijóo con «narcotraficantes») y, en este caso, la evidente sobrerreacción en el caso Ferrovial.