José María Ruiz Soroa-El Correo
- La frase «los hombres en España son bastante violadores» patentiza el deslizamiento que está experimentando el movimiento feminista
Las mujeres en España son bastante putas, se lo digo desde el principio. ¿Le sobresalta la frase? ¿Ha dudado de mi cordura al decirlo en letras de molde? Seguramente sí, ¿verdad? ¿No ha pensado incluso que suena a eso del discurso del odio, en este caso contra el género femenino? ¿Debería prohibirse una frase así? ¿Me sancionaría si estuviera en su mano, estimada lectora?
Probemos con otras de parecido jaez: «los inmigrantes son bastante delincuentes». ¡Horror!, ¡me toca usted a otro grupo protegido del que no puede insinuarse siquiera nada estigmatizador! «Los negros son bastante desvergonzados y salidos». ¡Peor aún!: añade la raza a las agravantes étnicas ¿Y qué tal «los hombres en España son bastante violadores»? Bueno, esto es otra cosa, así ya tiene un pase de corrección: se refiere al ‘no grupo’ por excelencia y su atribución solar es España (otro ‘no grupo’ o ‘no etnia?), cuyos habitantes al fin y al cabo, como ya dijo Sabino Arana, tienen «una mirada que sólo revela idiotismo y brutalidad».
Un siglo después, según la secretaria de Estado del Ministerio de Igualdad, además de idiotas y brutales, son «bastante violadores». No se sabe en comparación con quiénes o qué baremo se aplica para definirnos a los varones españoles con ese adverbio de cantidad, pero la frase es tajante: los hombres españoles violamos bastante a las mujeres. Y no suena tan mal, sólo un tanto discutible.
Creo que es perder el tiempo hacer el más mínimo comentario de cómo es posible que un alto cargo de la Administración General del Estado profiera una frase así y nadie en el Gobierno le corrija, aunque sea cariñosamente. Este Gobierno ha perdido la capacidad de asombrar al público y todo -pero todo- puede ocurrírsele un buen día, en formato individual o por lo colectivo.
En cambio, sí parece útil hacer una referencia crítica al deslizamiento que está experimentando el movimiento feminista en España y que patentiza una frase como ésta pronunciada por una de sus adalides con su silencio sumiso. El feminismo fue en principio una exigencia de igualdad tan obviamente justificada (sólo la libertad igual es verdadera libertad) que caía por su propio peso en los Estados de Derecho liberales. Por mucho que la cultura dominante se resistiera, su triunfo era obligado en una sociedad abierta. Pero ha sufrido un proceso de teorización tan intenso e interesado, y se ha hecho tan políticamente jugosa, que se ha convertido también en un dogma ideológico y en un moralismo institucional dedicado al perfeccionismo de la Humanidad toda. Sobre todo en la versión identitaria del feminismo, el que reclama la diferencia y no la igualdad.
La ideología feminista ha llegado a un punto en que tiene auténticas dificultades para identificar o construir a su sujeto agente, como les ha sucedido a todos los grandes dogmas holistas y revolucionarios en el pasado. ¿Qué es una mujer? ¿Cómo se construye y qué excluye? ¿Por qué no son mujeres Golda Meir, Indira Gandhi, Margaret Thatcher o Angela Merkel? ¿Por qué una reivindicación que la sociedad acepta pacíficamente ha de ser planteada y conseguida de manera provocadora y antagonista? ¿Por qué los conservadores políticos están excluidos a priori del proceso de cambio?
El feminismo, incurriendo en una falacia lógica y política que señaló Bertrand Rusell como típica de cualquier grupo oprimido en la historia occidental, ha confundido la justicia de su causa con el supuesto mayor valor moral de sus intérpretes, de lo que es buen ejemplo la frase de marras. Sólo una persona o un colectivo que se cree en posesión de la virtud moral por el solo hecho de su identidad es capaz de pensarla.
Y también habría que hacer cuestión de la opinión pública manifiesta, la de los medios de comunicación españoles, que responden a los estímulos que tienen sesgo de género o sexual de una manera que no es normal en Europa. Indignados en ocasiones, paladines en otras, pero siempre excesivos. Es llamativo así, por lo insólito de sus hallazgos, el reciente estudio cuantitativo de la frecuencia de los términos con sesgo sexual o de género en los medios (de David Rozado), que demuestra que la frecuencia de su mención en España se disparó a partir de 2004 y se ha convertido en una anomalía española, que triplica la de otros países europeos. A pesar de que no hay causas objetivas para ello, pues la violencia sexual o la brecha de género son de las más bajas de Europa y la OCDE.
Esta desviación u obsesión de los medios escritos o televisivos españoles sí que debería ser objeto de estudio y reflexión, pues no parece derivar de una opinión social autónomamente construida, sino más bien tratarse de un producto ‘top-down’ próximo al adoctrinamiento. Lo cual casa muy bien con el moralismo y el perfeccionismo impulsado por un Gobierno pater(mater)nalista.