IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sánchez escapó a Doñana para librarse de una humillación parlamentaria. Su responsabilidad política exigía dar la cara

Yse fue a Doñana. Una improvisada excursión de campaña para escapar de lo que él mismo considera una humillación parlamentaria. Porque humillación y vergüenza es para el sanchismo entero tener que recabar el apoyo del PP con tal de apaciguar la alarma social desatada por su monumental metedura de pata. La obligación moral del presidente era dar la cara, admitir en voz alta su responsabilidad sobre una ley de consecuencias nefastas y pedir perdón a la sociedad ante la Cámara soberana. Pero eso implicaba exponerse al reproche de sus socios habituales y defender la reforma sin abochornarse de haber recurrido a la derecha para sacarla adelante. Salió huyendo –en Falcon, faltaría más– a tomar aire en el paisaje reseco del parque, sin votar siquiera su propio rescate, el quite que se ha visto apremiado a aceptar ante las malas perspectivas electorales. Como si esa espantada pusilánime pudiera librarle del sentimiento culpable. Como si no fuese tarde para engañar a nadie.

Sánchez sabe que la modificación forzosa de la norma no es de ninguna manera un éxito sino una derrota, un sometimiento que le deja una marca indeleble, una aureola de sombra en torno a su imagen de suficiencia orgullosa. Un percance doble, además, porque supone agachar la cabeza ante la oposición y porque coloca su coalición al borde de la quiebra. Ni Yolanda Díaz, quizá a su pesar, le echó el cable que acaso esperaba por no soltar la mano de la extrema izquierda. Todos sus aliados lo empujaron en brazos del partido que más detesta como única solución de emergencia para tratar de esquivar –ya veremos si puede– el castigo latente en las encuestas. Y le faltaron arrestos para enfrentarse a la mirada acusatoria, desafiante, de Ione Belarra y de Irene Montero, que parecen retarlo a que se atreva a echarlas del Gobierno. La afrenta será tanto mayor cuanto más tiempo sigan en sus puestos las ministras de Podemos. El problema es que aunque las cese no podrá eludir la evidencia de su visto bueno al proyecto. Eso sí fue un verdadero ‘consentimiento’.

A los populares, por su lado, les sobró el aplauso. Hay un segmento de su electorado potencial que no entiende el capotazo, bien por considerar que es la ley entera la que merece ser derogada, bien por deseo de cocer en su salsa al adversario, bien por fundada, lógica desconfianza en la contraparte del pacto. La mayoría probablemente apruebe la colaboración responsable en la enmienda del desaguisado. Un gesto sensato, generoso incluso en exceso, un mal menor que en cualquier caso no era necesario celebrar con entusiasmo. Entre otras cosas porque hay ya un millar de delincuentes sexuales con la pena atenuada y otros cuantos cientos en expectativa de rebaja. La conciencia del deber cumplido basta. No hace falta darse a uno mismo las gracias ni por supuesto cabe esperarlas de gente con una concepción política tan sectaria.