PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA-ABC
- Dos pasiones recorrieron la vida de García de Enterría: la pasión por la montaña y la pasión por la literatura; en esta última dos nombres se alzan por encima de todos: Quevedo y Borges
Exactamente hoy cumpliría cien años don Eduardo García de Enterría y Martínez-Carande, que vino al mundo tal día como el de la fecha, 27 de abril, pero un siglo atrás: en 1923. Carezco de títulos para trazar la semblanza del jurista eminente, del estudioso del Derecho Público y la ciencia administrativa. No así, o eso creo, para escribir unas líneas desde la admiración y el afecto debidos a los maestros cercanos que uno ha tenido la fortuna de disfrutar, a quienes desde niño o joven han sido guías, consejeros y protectores. Es mi caso con él. Y a ello se añaden lazos de la geografía sentimental. García de Enterría era y se sentía hondamente montañés, y en particular lebaniego, muy vinculado a la villa de sus mayores, Potes, cercana al Mogrovejo de mi propia familia paterna.
Por accidente había nacido, sin embargo, en una localidad situada en el otro extremo de Cantabria: en Ramales de la Victoria, donde su padre ejercía entonces como notario. Nuevos cambios del destino paterno llevaron al joven Eduardo a cursar el bachillerato en Oviedo y Llanes, y a iniciar los estudios universitarios de derecho en Barcelona, para continuarlos y culminarlos en Madrid. Omito –porque es imposible que todo quepa en esta Tercera– premios extraordinarios y períodos de formación en universidades extranjeras. No quiero omitir, en cambio, porque sin duda fue decisivo en su formación, su paso por el Colegio Mayor Jiménez de Cisneros en la inmediata posguerra. [Hoy, perdóneseme el inciso, una persona medianamente culta tiene noticia de lo que fue la Residencia de Estudiantes, pero es en cambio apenas conocido, y reconocido, que en el Cisneros, instalado en la misma sede que aquella y con don Pedro Laín al frente, se hizo lo posible, y a pesar de todos los pesares, por dar continuidad al mismo espíritu que la había inspirado].
En Madrid residiría ya toda su vida García de Enterría, incluso durante su etapa de catedrático en Valladolid. Pues –casi innecesario es decirlo– el centro de la pasmosa actividad que desarrollaría fue la dedicación a las cátedras de Derecho Administrativo, primero en la universidad de esa ciudad castellana y desde 1962 en la de Madrid (luego Complutense). Es bien conocido que fue cabeza y maestro de toda una escuela –casi puede decirse de la escuela– de los administrativistas españoles.
Letrado del Consejo de Estado desde 1947, fundador y director de la Revista Española de Derecho Administrativo, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, primer juez español del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, figura clave en el proceso de elaboración de la Constitución de 1978 y en el diseño del Estado de las Autonomías, premio Príncipe de Asturias en 1984, doctor honoris causa por numerosas universidades (la Sorbona y la de Bolonia entre ellas)… Y todo ello al tiempo que estaba al frente de su prestigioso despacho profesional. En mi intención no estaba que estas líneas fueran ni una biografía curricular ni una fría catarata de méritos y reconocimientos, pero tampoco nada de todo ello debía omitirse al recordarle en su centenario.
Por razones obvias he dejado aparte la pertenencia de García de Enterría a la Real Academia Española, en la que ingresó en 1994 y en la que presidió una Comisión de Léxico Jurídico. Su discurso de ingreso, que tuve el privilegio de leer por adelantado, se tituló ‘La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa’. De él sobrenada en el recuerdo una página bellísima que da cabal medida del fervor literario que siempre alentó en Eduardo: es la evocación del pequeño grupo de jóvenes que en el Llanes de una España en guerra se reunían para compartir devoción por los autores del 98, por Juan Ramón y los poetas de la célebre antología de Gerardo Diego, por Ortega y la ‘Revista de Occidente’, y para hacer su propia revista literaria.
Dos pasiones recorrieron la vida de Eduardo García de Enterría: la pasión por la montaña y la pasión por la literatura. Si escribo el primero de esos dos nombres con minúscula inicial es porque no me refiero ahora a su Montaña cantábrica, sino en general a la pasión montañera que lo acompañó siempre, y que cultivó, tanto o más que en aquella, en la sierra de Gredos, una y otra vez pateada desde su otro refugio en Arenas de San Pedro. Es el Gredos, también, de las ‘Conversaciones’ allí sostenidas en torno al padre Querejazu (y no será casual que otro maestro del derecho y de la prosa, don Joaquín Garrigues, fuera también asiduo de ellas).
Por lo que hace a la literatura, dos nombres se alzan por encima de todos: Quevedo y Borges, muy especialmente este último, y sobre todo el poeta. ‘Fervor de Borges’ –gran hallazgo el guiño de ese título– es la colección de ensayos en que Eduardo se rinde admirado ante la poesía de quien sintió eso mismo por Buenos Aires. Sin olvidar, desde luego, a Juan Ramón –a petición de Antonio Pau escribió Enterría un bello texto sobre los jardines del Sanatorio del Rosario, visibles desde su casa, lugar de convalecencia para el poeta–, a fray Luis, a Luis Rosales…
No menor que las dos pasiones dichas fue la fidelidad a amigos y maestros. Semblanzas de varios de ellos se reúnen en el volumen De montañas y hombres. Y de los maestros, hay dos por los que quien lo fue mío sintió veneración: don Ramón Carande –su pariente además: primo hermano de su madre; no olvido la ocasión en que lo conocí, en casa de los Enterría– y don Salvador de Madariaga.
Sí, pero la carrera y la vida toda de Eduardo no hubieran sido lo que son, o hubieran sido muy otras, y de cierto más menguadas, de no haber estado a su lado siempre –en todo, también desde luego en lo profesional– la mujer admirable y persona encantadora que es Amparo Lorenzo-Velázquez. No se trata de ‘chercher la femme’, más bien de ‘trouver la couple’.
Eduardo García de Enterría falleció en Madrid el 16 de septiembre de 2013, a los 90 años de edad. El mismo día, exactamente el mismo, en que, casualidades de esta vida, cumplía yo –¡y Antonio Pau también!– los 60. Más que los años, lo que aquel día se me vino encima fue la pérdida de un segundo padre, y la certeza de que ya ningún jueves iba a haber quien me llamara Pedrito. Uno de los más bellos libros de Eduardo García de Enterría se titula ‘Liébana’, tierra para volver. A ella quería él volver una vez y otra, a ella volvió definitivamente, y en el panteón familiar de Potes, frente a los Picos, descansa para siempre.