Jesús Cacho-Vozpópuli

John de Zulueta tomó posesión como presidente del Círculo de Empresarios en marzo de 2018, apenas 3 meses antes de que en el Congreso de los Diputados una moción de censura apeara del Gobierno a Mariano Rajoy para entronizar en su lugar a Pedro Sánchez. “Yo me propuse darle los tradicionales 100 días de gracia antes de emitir opinión, porque allí había gente como Nadia Calviño que parecía el fiel de la balanza, la norma de cordura capaz de templar las peores pulsiones del personaje y sus socios. Pero todo fue en vano. Enseguida me di cuenta de que no había nada que hacer. Nada bueno que esperar. Y desde el Círculo empezamos a llamar a las cosas por su nombre y a avisar de lo que podía pasar. La sorpresa fue que lo que decíamos empezó a poner muy nerviosos a algunos grandes empresarios del IBEX 35. “Tranquilo, no hagas ruido”, me decían. No tardé en advertir que muchos de ellos estaban enganchados a las promesas que iban llegando de Europa en forma de lluvia de dinero regalado, los famosos fondos Next Generation UE, y ahí han permanecido, en la esperanza de sacar tajada, observando los destrozos en silencio, sin hacer ruido”.

De Zulueta, que dejó su cargo en el Círculo en marzo de 2021, acaba de publicar “España fallida”, una obra cuyo subtítulo lo dice casi todo: “Cómo el fracaso de las élites ha convertido a España en un país irrelevante”. Porque eso es hoy España, un país irrelevante, presidido por un personaje al que festejan en Bruselas como un tipo simpático que, además de hablar buen inglés, no crea problemas, no da disgustos, es un chico bien mandado al que, a cambio, la Comisión colma de dinero “gratis total” para que el chaval pueda presumir en España y regar con todo tipo de subvenciones a cada vez mayor número de colectivos. Dice Zulueta una de esas verdades que hoy asumirían sin pestañear una parte muy importante de la ciudadanía: que el de Sánchez es “el peor Gobierno de la democracia”, lo cual ya es decir después de Gobiernos tan infames como los de Rajoy y, peor aún, de Zapatero, un tipo al que la matanza del 11-M llevó en volandas al poder. Pronto se cumplirán 20 años desde aquel dramático 2004 que cambió para siempre el rumbo de España. Veinte años con España empantanada, 20 años en los que no ha mejorado la renta per cápita de los españoles, 20 años perdidos, pero 20 años de un deterioro institucional constante, coronado por el tsunami legislativo del último cuatrienio que ha convertido este país en un manicomio izquierdista, un campo de pruebas para todo tipo de ideologías basura de nuevo cuño.

En la España que se muere de sed, el diluvio, más bien pedrisco, de las nuevas regulaciones e impuestos parece no tener fin. Las grandes empresas pueden con todo tipo de tropelías; las pequeñas y medianas se ahogan en el sin sentido de esta barahúnda legal infernal. ¿Resultado? Muchos pequeños y medianos empresarios están liquidando sus negocios “porque no merece la pena”, expresión casi general, “soportar tanto acoso”

Es este un Gobierno que no cree en la economía de mercado y que se halla en las antípodas de lo que los anglosajones llaman “business friendly” o esa disposición del poder político para hacer realidad un marco legislativo y fiscal que anime el emprendimiento y favorezca la creación de riqueza y empleo. Esa cierta aprehensión que el español medio ha sentido a lo largo de la historia hacia la actividad mercantil, en general, y la riqueza, en particular, ha adquirido con este Gobierno categoría de religión. Los empresarios son individuos dignos de toda sospecha, en el mejor de los casos, a los que hay que atar en corto con todo tipo de regulaciones, trabas e impuestos. Tipos sospechosos cuando no abiertos delincuentes, a los que hay que amenazar con las penas del infierno. Mandan los sindicatos, rige la dictadura sindical mantenida con dinero público. Leído estos días: “Pepe Álvarez, UGT, advierte a la CEOE por el reparto de la riqueza: o hay acuerdo o habrá conflicto”. Hay que repartir “la mucha riqueza (sic) que se está creando en España”. Y es el Estado el que debe encargarse de la tarea. Y si Amancio Ortega hace una donación millonaria para dotar a los hospitales públicos de costosas máquinas modernas, esa donación debe rechazarse porque aquí las máquinas las compra el Estado, las ayudas solo las puede prestar el Estado, todos debemos adorar al Estado, convertirnos en humildes siervos de un Estado omnipotente, capaz de dirigir nuestras vidas desde la cuna a la tumba.

En la España que se muere de sed, el diluvio, más bien pedrisco, de las nuevas regulaciones e impuestos parece no tener fin. Las grandes empresas pueden con todo tipo de tropelías; las pequeñas y medianas se ahogan en el sin sentido de esta barahúnda legal infernal. ¿Resultado? Muchos pequeños y medianos empresarios están liquidando sus negocios “porque no merece la pena”, expresión casi general, “soportar tanto acoso”. Lo sorprendente del caso español, lo verdaderamente llamativo para De Zulueta y para cualquier hombre de negocios que siga la peripecia española desde el exterior, es el silencio cómplice de nuestra elite empresarial, la cobardía congénita de los grandes empresarios y financieros hispanos, su negativa a alzar la voz cuando el Gobierno de turno comete algún tipo de atentado contra el libre mercado, la libertad de emprendimiento o incluso la propiedad privada, algo sobre lo que quien esto suscribe lleva escribiendo desde finales de los ochenta.

Ese pánico a significarse y hablar, a criticar al Gobierno, es quizá la manifestación más evidente de ese cáncer que corroe desde el principio a nuestra democracia: el miedo a la libertad del español medio, la falta de contrapesos, los “checks and balances” anglosajones y, en definitiva, la ausencia de una efectiva separación de poderes. Sí, es verdad que el nuestro ha sido un capitalismo de amiguetes (en particular el “capitalismo cañí” madrileño), siempre pegado a las faldas de Estado, vale decir del Ejecutivo de turno que es quien maneja la tarifa regulada y quien cada día imprime ese arma de destrucción masiva llamada BOE. Pero eso no explica en toda su dimensión la falta de espíritu crítico, esa querencia a la servidumbre voluntaria que siempre han mostrado unos “ricos” dispuestos a tragar las ruedas de molino servidas por Moncloa. Hasta hace muy poco tiempo, nuestros empresarios de guardia, sus nombres son de sobra conocidos, se han mostrado de lo más solícitos a la hora de acudir en tropel a cualquier tipo de acto propagandístico para el que eran convocados por Sánchez o sus chambelanes, actos que el granuja aprovechaba para pavonearse y nadar en incienso.

Hasta ahora. Porque ahora nuestro valiente empresariado camina cabizbajo y francamente escandalizado tras el episodio Ferrovial, o el ataque ad personam de Moncloa contra un empresario, Rafael del Pino, y su familia, por el hecho de haber alentado el cambio de sede social de la multinacional de la que son principales accionistas. Ha sido la respuesta del “no hay cojones para hacerme eso a mí”, que dicen que dijo Sánchez cuando se enteró del asunto. Un comportamiento típicamente mafioso, y una reedición del “no hay cojones para negarme a mí una televisión” que largó en célebre ocasión Jesús Polanco, dueño del grupo Prisa. Es la “democracia testicular” española, un modelo en el que seguramente no reparó Tocqueville cuando escribió su “Democracia en América”. Todo fue como la seda en las dos primeras entrevistas que Del Pino mantuvo con sendas ministras para informarles del movimiento, pero todo se torció cuando alguien recitó al oído del pequeño sátrapa que ese era un feo que el Gobierno de “uno de los principales países y potencias del mundo” (ex alcaldesa de Puertollano, actual ministra Portavoz) no podía consentir. Al WhatsApp de Rafael del Pino han llegado apoyos explícitos, la mayoría de ellos muy duros con Sánchez, algunos terribles, pero nadie ha osado significarse defendiéndole en público. Miedo.

¿Cómo podría explicarse que ningún gran empresario o banquero se haya atrevido a censurar esa salvajada que, en términos de sostenibilidad del sistema, supone la indexación de la subida de las pensiones con el IPC? Miedo a ser apuntado en la lista negra de un Gobierno populista que no se para en barras. Miedo ante la inseguridad jurídica que se ha instalado en este país, en apariencia para quedarse. Un miedo que proyecta su sombra alargada sobre el futuro de España, porque España está condenada a la irrelevancia y, lo que es peor, a la pobreza, sin una potente clase empresarial dispuesta a decir la verdad cuando sea menester y exigir del Gobierno transparencia y neutralidad política. Escribía esta semana Tom Burns en Expansión: “No habrá una verdadera democracia, entiéndase una sociedad civil robusta, ni progreso ni prosperidad si el gobierno demoniza a los empresarios por ser unos sanguijuelas que fuman puros y la comunidad empresarial española no levanta la voz”.

¿España fallida? Nadie puede negar las cotas de progreso alcanzadas por España desde la muerte de Franco a esta parte, fundamentalmente desde el punto de vista material. Pero es también verdad que la curva de mejora se ha detenido y amenaza con caer en picado si la ciudadanía no reacciona»

¿España fallida? Nadie puede negar las cotas de progreso alcanzadas por España desde la muerte de Franco a esta parte, fundamentalmente desde el punto de vista material. Pero es también verdad que la curva de mejora se ha detenido y amenaza con caer en picado si la ciudadanía no reacciona. El riesgo de “argentinización” acelerada es más que evidente, en lo económico, si Sánchez (“El Estado debe regular la actividad de las empresas, evitar que se produzcan abusos, corregir los fallos que tiene el mercado”, este mismo martes en el Senado) siguiera cuatro años más, por no hablar del daño que, en lo político, supondrían para la nación los peajes a pagar a comunistas, separatistas y bildutarras, sin los cuales jamás podría volver a formar Gobierno. ¿España fallida? No necesariamente, Ahí está el ejemplo de Irlanda, un país pobre de solemnidad, sin recursos naturales, cuya renta per cápita alcanzó los 98.260 euros en 2022, frente a los 27.870 españoles, tres veces y media menos, no obstante haber registrado niveles parejos de riqueza en los noventa. Ningún milagro. Simplemente desregular la economía y reducir drásticamente el peso del Estado. Escapar de las garras de la izquierda. Exigir buenas políticas continuadas en el tiempo y huir de los malos Gobiernos. No permitir la llegada al poder de los enemigos de la libertad.