Pedro J. Ramírez-El Español
 

Este fin de semana se han cumplido 150 años del episodio más pintorescamente sintomático del descrédito de la partitocracia en España. Concretamente se desencadenó en la mañana del 9 de junio de 1873, cuando el primer presidente de la Primera República Estanislao Figueras recibió la confidencia de que un diputado, hermano de su ministro de la Gobernación Pi y Margall, había comentado, en clara alusión a él, que no podía haber imaginado que se comportara con «tanta indignidad y tanta infamia».

El comentario venía a cuento de lo ocurrido en una sesión secreta de las Cortes en la que afloraron las tensiones entre los distintos sectores del Partido Republicano. Después de proclamar sin apenas debate, como quien aprueba una ley de regadíos, que España era una República Federal y que una futura Constitución regularía las relaciones entre las partes, surgió el navajeo entre compañeros de partido a propósito de la composición del Gobierno.

Como Figueras, deprimido por la muerte de su mujer, había expresado su deseo de dejarlo, Pi y Margall presentó un gabinete encabezado por él mismo que no fue del agrado del ala radical o intransigente. De repente todo su plan para hacerse con el poder, encauzado a través del autogolpe de Estado por el que la anterior Asamblea había sido obligada a disolverse, se venía abajo.

Tras barajarse distintas alternativas, los partidarios de Figueras maniobraron para que se le volviera a encomendar formar gobierno, con libertad total para designar a los ministros. Eso soliviantó a Pi y Margall, por no haber recibido el mismo margen de confianza, y su entorno difundió esos ácidos comentarios sobre la traición de quien en definitiva había sido su gran compañero de viaje en la causa republicana.

Figueras se presentó en la sede de Gobernación a pedirle explicaciones y Pi vino a decirle que, aunque él no hablaba por boca de su hermano, se sentía «desairado y en ridículo». Al darse cuenta de que no podría contar con su apoyo, Figueras cortó por lo sano: «Me voy y así no seré obstáculo para nadie».

Según Jorge Vilches, autor de una gran monografía reciente sobre la Primera República, es entonces cuando Figueras habría añadido su célebre «¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Otros historiadores sitúan la salida de tono en la posterior reunión del gabinete en la sede de las Cortes y difieren sobre si se expresó en castellano o catalán. En ningún acta constan en todo caso esas palabras, perpetuadas legendariamente por la transmisión oral.

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Los problemas que terminaron por desbordar el vaso de Figueras no eran demasiado diferentes de los que han ido colmando el de Sánchez durante esta recién abortada legislatura: la deslegitimación de su gobierno por gran parte de la derecha -entonces con más razón que ahora-, la conducta irresponsable y extravagante de los sectores radicales de su coalición, el oportunismo ombliguista de los separatistas catalanes cuya proclamación de independencia tuvo que frenar viajando in extremis a Barcelona o los problemas económicos derivados de la guerra, entonces contra los carlistas y muy pronto también contra los cantonalistas.

Cuando murió Figueras, la prensa republicana elogió su «inteligencia clara, viva y flexible», pero lamentó que no hubiera tenido «una más grande amplitud de miras, una mayor solidez de ideas y, sobre todo, una superior energía de carácter». En este «sobre todo» es en el que cualquier paralelismo se quiebra: si algún déficit no ha mostrado nunca Pedro Sánchez es la falta de «energía de carácter».

En el temple está la diferencia. Por eso Figueras, tras comprobar lo que había, hizo sigilosamente el equipaje, cruzó andando el Retiro camino de la estación de Atocha y, sin más compañía que su tío, cogió un tren nocturno y se plantó en París, donde durmió por primera vez tal día como hoy hace 150 años. En términos taurinos, lo suyo fue una «espantá» en toda regla.

«No es difícil imaginar a Sánchez explayándose ante su equipo con expresiones equivalentes a la que convirtió a Figueras en inmortal»

En lugar de escapar del problema, Sánchez ha ido, en cambio, a su encuentro, adelantando las elecciones generales contra julio y marea. Pero en el fondo ambas actitudes, aparentemente antitéticas –Figueras huyó hacia atrás, Sánchez hacia adelante– tienen como denominador común la búsqueda de la catarsis que precipite los acontecimientos e impida la cronificación de una situación insostenible.

Sánchez no suele incurrir en vulgarismos en público, pero no es difícil imaginarle explayándose ante su equipo con expresiones equivalentes a la que convirtió a Figueras en inmortal.

Ora por el arrastrar los pies de los barones del PSOE en la campaña del 28-M que terminó contribuyendo a cavar su tumba, con la excepción de Page.

Ora por su resistencia a aceptar las imposiciones en las listas del 23-J, encaminadas a convertir el grupo parlamentario en un búnker sanchista frente a cualquier intento de refundación del PSOE.

Ora por episodios como los del secuestro de Maracena o la salida de pata de banco de la histórica Amparo Rubiales, que ponen en evidencia que Juan Espadas no ha hecho los deberes de la renovación en Andalucía.

Ora por las ínfulas de Yolanda, compitiendo en el palenque del culto a la personalidad y cerrando sañudamente en falso la herida de Podemos, poniéndole en evidencia al sacar de la ecuación a la misma Irene Montero a la que él no se atrevió a cesar.

[Page y Lambán no asisten al Comité Federal del PSOE por el malestar con las listas de Ferraz]

Ora por los inoportunos abrazos del oso del género «llevamos cuatro años juntos» que le propina Otegi en los momentos más inadecuados, saltándose la regla de que no debían ni siquiera reconocerse cuando se cruzaran por la calle.

Ora por la empecinada resistencia de Esquerra a aceptar la realidad electoral de Cataluña, negándose a corresponder al apoyo que el PSC presta al Govern de Aragonès, con un respaldo equivalente a Collboni como alcalde de Barcelona.

En fin, ora pro nobis.

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Pero que nadie se equivoque. El «Estoy hasta los cojones de todos nosotros» que Sánchez ha debido mascullar últimamente con cierta frecuencia, a medida que se le han ido torciendo las cosas, no deja de ser, como en el caso de Figueras, una fórmula retórica para culpar a los demás, fingiendo incluirse en una autoflagelación colectiva.

En la boca o en la mente de quien se siente intelectualmente superior, de quien se considera más alto y más guapo que el resto, esa primera persona del plural -qué mal lo estamos haciendo- no deja de ser el disfraz de la arrogancia para fustigar a los demás. En realidad, tiene mucho que ver con aquellas inolvidables jeremiadas de Felipe González, cuando decía que «había perdido su libertad para que los demás tuvieran la suya» o «tengo más ambición para mi país de lo que mi país quiere o desea».

Desde esa perspectiva, lo que ocurre es que de nuevo el PSOE, la coalición progresista y los españoles todos, tenemos un líder que no nos merecemos. O si no, cómo se explica que quien no deja de ser el número uno por Madrid de su partido en unas elecciones generales, dentro de un régimen parlamentario, pida -como en los carteles taurinos de antaño- 6 magníficos debates cara a cara 6, de las más prestigiosas ganaderías televisivas.

«No hay que descartar que Sánchez logre conducir a sus grumetes, pasajeros y polizones de nuevo a la conquista de los cielos del poder»

Y que, después de plantearlos como sendos «mano a mano» -segundos fuera, dejadme solo- con su rival en este «verano sangriento» necesitado de un Hemingway como cronista, encima se queje de que todos hablemos de «sanchismo».

No deja de ser realmente admirable la determinación con que Sánchez ha empuñado el remo de la barcaza de su «coalición progresista» y ha comenzado a bogar desde la proa para conducir a tripulantes, pasajeros y polizones al puerto de una nueva e inesperada victoria.

Aunque ahora vaya a disimular y pretenda hacernos creer durante unas semanas que a bordo sólo lleva estrictamente a los candidatos del PSOE y que, al igual que Feijóo, busca una mayoría suficiente para ganar y gobernar en solitario, los únicos sondeos que le permitirían mantener el poder -es decir, los del CIS y el Grupo Prisa- le obligan a sumar todo lo que no sea PP y Vox. En esa amalgama está su perdición.

Porque una cosa es la firmeza con que el barquero hunde en el agua su largo palo a modo de remo y otra muy distinta el lugar y el rumbo por el que transita. Coincidiendo con la proclamación de la República Federal y la pugna entre Figueras y Pi y Margall la revista La Flaca publicó una brillante caricatura basada en la descripción de la barca de Caronte que, según el Canto Tercero del Infierno de Dante, conduce a los condenados al inframundo, a través de la laguna Estigia.

En esa versión, eran los políticos y militares conservadores, reformistas y radicales a los que se acusaba en falso de haber planeado una insurrección contra la República, los que bogaban camino del averno.

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La alegoría resultaba doblemente ingeniosa porque era el almirante Topete quien, como buen marino, ejercía de barquero, mientras Sagasta, a quien se acusaba de corrupción con fines electorales, cargaba con un saco de dinero y SerranoMartos o Ruiz Zorrilla aparecían entre el pasaje. En cuestión de semanas todos ellos estarían detenidos o en el exilio.

Ahora los acontecimientos parecen encaminados a un desenlace inverso, aunque de consecuencias más civilizadas. No hay que descartar que Sánchez logre la proeza de virar hercúleamente la barca de Caronte y conducir a sus grumetes, pasajeros y polizones de nuevo a la conquista de los cielos del poder. «Vamos a hacer que el viaje continúe», aseguró este sábado ante el Comité Federal, eludiendo toda explicación sobre el desastre del 28-M.

Pero de momento el relato que se ajusta a los hechos es el del poeta florentino: «Ahí van por las aguas pardas navegando, hacia el lugar infame, encenagado, que al que no teme a Dios está aguardando»·