Javier Tajadura Tejada-El Correo
- El Constitucional desaprovecha la ocasión de regular el juramento de los electos, que debe trasladar confianza a los ciudadanos
El Tribunal Constitucional (TC) ha avalado fórmulas alternativas de juramento empleadas por veintinueve diputados al tomar posesión de sus escaños en 2019. Oriol Junqueras prometió «desde el compromiso republicano, como preso político». Otros juraron «por España» o «por los trabajadores» y no faltó quien lo hizo «por la República».
El Alto Tribunal ha resuelto un recurso de amparo presentado por varios diputados del PP que alegaron que el acuerdo de la presidenta del Congreso, Meritxell Batet -que daba por debidamente prestado el preceptivo juramento o promesa mediante tan extravagantes fórmulas-, vulneraba el derecho fundamental de representación política (artículo 23.2 de la Constitución) de quienes habían utilizado la fórmula legalmente prevista. Aunque pueda compartirse la conclusión de fondo adoptada por el TC de que el acuerdo de la presidenta no supuso ‘per se’ una violación de derechos fundamentales de los diputados recurrentes, lo realmente grave de esta sentencia es que con ella el juramento o promesa de acatamiento a la Constitución queda completamente desvirtuado y su finalidad, anulada.
Un repaso a los orígenes de esta controversia nos pone de manifiesto el lamentable declive de nuestras instituciones. El 14 de diciembre de 1982, el presidente del Congreso, Gregorio Peces-Barba, negó la condición de diputados a dos electos de Herri Batasuna que no comparecieron para prestar el juramento. Los afectados recurrieron al Constitucional y este rechazó sus recursos y avaló la decisión de Peces-Barba.
Siete años después, en 1989, tres electos de Herri Batasuna prestaron el juramento, pero añadiendo a la fórmula legalmente establecida que lo hacían «por imperativo legal». El presidente del Congreso, Félix Pons, negó a los electos la condición plena de diputados por considerar inválida la fórmula de juramento empleada. En esta ocasión, y ahí está el origen de los problemas actuales, el Constitucional desautorizó al presidente del Congreso y estimó el recurso de los electos de Herri Batasuna (sentencia 119/1990). Batet se acogió a esa doctrina para dar por válidas las fórmulas empleadas en las dos últimas legislaturas.
Habrá quien pueda sostener que los juramentos son rituales de otra época y que carecen de sentido en un Estado constitucional, por lo que nada habría que reprochar a la doctrina del TC. A esto cabe oponer dos objeciones. La primera, formal, que los juramentos de acatamiento a la Constitución están previstos para todos los servidores públicos desde el Rey hasta el último funcionario. En el caso de los diputados, la obligación de jurar está expresamente prevista en el Reglamento del Congreso y en la Loreg. Y la segunda, de mayor relevancia, que los juramentos cumplen una función de integración constitucional y son indispensables para generar el «vínculo de confianza» en que se fundamenta la legitimidad de los diputados.
El Constitucional declaró en 1990 que en relación al juramento hay que excluir cualquier «formalismo rígido», pero que no se pueden admitir expresiones que lo desnaturalicen o vacíen de sentido. Además, recordó que la Constitución contiene procedimientos de reforma que permiten, por ejemplo, modificar la forma política del Estado, por lo que el juramento no puede entenderse como una obligación de completa adhesión ideológica al contenido constitucional. Se trata de afirmaciones razonables, pero que habrían exigido una mayor concreción. Y el tribunal podía y debía haberlo realizado en la sentencia que acaba de dictar, pero lamentablemente ha desaprovechado la oportunidad.
¿Qué es lo que el juramento garantiza? ¿Cuál es su finalidad? ¿Qué fórmulas deben rechazarse?
El juramento tiene por finalidad que el diputado electo exteriorice su voluntad de comprometerse a respetar las reglas del juego democrático, a ejercer su función respetando el marco procedimental establecido por la Constitución. Ese compromiso -aunque pueda ser vulnerado en el futuro- proporciona a los ciudadanos una seguridad y confianza de que los parlamentarios renuncian a recurrir a procedimientos inconstitucionales para la reforma del sistema. Es una garantía mínima, pero indispensable para generar confianza. Por ello, cualquier fórmula que reste veracidad a ese compromiso debe ser rechazada contundentemente. Y ninguna duda cabe de que con el empleo de fórmulas distintas a la prevista los diputados están transmitiendo a la sociedad unas ‘reservas’ respecto al marco constitucional incompatibles con la esencia y finalidad del juramento.
El resultado de todo ello es tan previsible como lamentable. En agosto, la solemne sesión constitutiva de las Cortes, donde nuestros representantes deben mediante el juramento adquirir su condición plena de diputados, será sustituida por un vergonzoso circo en el que cualquier ocurrencia será aceptada. La decadencia institucional será evidente. Basta comparar la actuación de ‘gigantes’ como Gregorio-Peces Barba o Félix Pons, insignes representantes de la cultura constitucional, con la de quienes hoy son incapaces de comprender el valor de los juramentos en un Estado constitucional.