IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Derogar el sanchismo implica acabar con un clima político viciado sin caer en el calco simétrico de su sesgo sectario

Existen pocas dudas de que el marco mental de estas elecciones, su argumento dominante, es el de impedir otra legislatura de Sánchez. Hasta los socialistas han terminado, tras la derrota de mayo, por aceptar que ése es el eje del debate. Sin embargo resulta importante que ese asunto no se reduzca a un problema de fobia social por mucho rechazo que cause el personaje. Debe quedar claro que, por más que ese elemento esté presente en buena parte del electorado y no pueda ignorarse, se trata de una cuestión casi de emergencia nacional porque existe un consenso notable sobre el riesgo que una nueva alianza Frankenstein supondría para la nación, su integridad territorial, su limpieza institucional, su convivencia civil y hasta su sistema de libertades.

Este enfoque es esencial para evitar que la llamada ‘derogación del sanchismo’ se convierta en una especie de revancha, en un giro que desemboque en la simple sustitución de un bloque ideológico por otro de signo distinto dispuesto a reproducir los mismos vicios. El reto de la oposición consiste en devolver la normalidad a un clima político envilecido, no en asaltar el poder para imponer una dosis simétrica de sectarismo. La urgencia viene determinada por la necesidad de recuperar el espíritu constitucionalista, corregir los despropósitos de este período, abolir la polarización y restablecer el equilibrio democrático perdido. En pocas palabras, regenerar la vida pública, erradicar el extremismo y dejar de tratar a medio país como enemigo.

En ese contexto es donde hay que analizar la conveniencia de una eventual nueva coalición de Gobierno, que parece desprenderse de la correlación de fuerzas pronosticada en los sondeos. Los dirigentes de Vox aseguran que la desean para controlar o embridar las veleidades pusilánimes del PP desde dentro. Pero el poder no embrida, y menos a sí mismo; ejecuta, implementa, decide y sus decisiones tienen efecto. Se controla desde el Parlamento, y para eso basta con pactos de programa sin acaparar ministerios. La experiencia reciente indica que la cohabitación forzada produce conflictos y desacuerdos que acaban repercutiendo en leyes cargadas con el sesgo doctrinario del más pequeño. Lo acabamos de ver, con un balance pésimo, en el Gabinete del PSOE y Podemos.

La pretensión de gobernar es legítima siempre que no sirva, como suele ocurrir, para modificar o subvertir la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Es dudoso que la evidencia de un amplio deseo de relevo –por confirmar en las urnas– sea compatible con planteamientos alejados de la centralidad en que los españoles identifican su sentir realmente mayoritario. Solo o acompañado, el mayor error que podría cometer el PP como presunto ganador sería el de calcar al revés el proyecto autoritario y dogmático del actual mandato. Y le conviene explicarlo porque ésa es la clave fundamental del cambio.