Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
La industria europea, y la nuestra con ella, se enfrenta a tres grandes retos. Uno es China, un formidable competidor que ya no basa su fortaleza en exclusiva sobre unos costes bajos de mano de obra. Su inmenso mercado le permite acometer inversiones gigantescas y su capacidad de innovación le ha alejado de esa imagen muy parcial de fabricante de chucherías inservibles. Aparte, claro está, de que tiene una economía que mezcla con eficacia lo mejor de los dos modelos -el de la economía planificada y el de la libre-, unidos todos por ese extraño pacto por el cual el sistema provee de bienestar y, a cambio, los ciudadanos ceden su libertad.
El segundo son los Estados Unidos, en donde también han conseguido unir la libertad económica, hacia dentro, con la protección, hacia fuera. Todo ello, envuelto en un apoyo enorme a sus propias producciones y una agilidad administrativa envidiable. Allí se valora y se protege al empresario, se premia a quien triunfa y no se denuesta a quien fracasa. Como dijo el presidente Calvin -¡qué nombre tan apropiado…!- Coolidge, «el negocio de América son los negocios».
El tercer reto lo tenemos dentro y lo expresó muy bien ayer en Bilbao el comisario europeo Didier Reynders cuando apostó por «seguir construyendo el mercado único». Lo dijo ¡en 2023!; es decir, 65 años después de la entrada en vigor del Tratado de Roma que consagró las libertades fundamentales. Seis décadas y media después, la triste y frustrante realidad es que Europa no es un mercado único que pueda competir en condiciones de igualdad con sus pares, sino la suma de 27 mercados nacionales que, como dijo el historiador británico Keith Lowe, se pueden dividir en dos categorías: los que son pequeños y los que no saben que son pequeños.
Demasiados esfuerzos perdidos, demasiadas duplicidades, demasiada burocracia, demasiadas barreras internas y demasiada visión pacata, junto con un apoyo a las empresas escaso, demasiado discutido y muy poco entusiasta. Con muy escasas excepciones, en Europa se enfatiza el estado del bienestar y se entorpece el estado de producción. Nadie quiere destruir ese bienestar social que es una de las señas de la identidad europea. Pero hay que ser conscientes de que nunca podremos competir ni sobrevivir en un mundo tan globalizado y competitivo si no ponemos en el centro del sistema la protección y el cuidado de las empresas. Por la sencilla razón de que no podremos cuidar bien de las personas físicas si no cuidamos antes un poco de las jurídicas.