IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La posverdad no es sólo otro nombre de la mentira, sino un estado de opinión indiferente a la veracidad de las noticias

La noche en que ‘mataron’ a José Luis Perales mientras cenaba con su familia en Londres, los inventores de bulos también se llevaron a Fernando Savater por delante, pero esta muerte ficticia pasó más inadvertida porque un filósofo cotiza mucho menos que un cantante en el ruidoso basurero de las redes sociales. No es la primera vez, ni será la última, que circulan por el ciberespacio rumores de enfermedades o de defunción de personajes populares, y acaso llegue un día en que si a alguno no le declaran cadáver corra el riesgo de deprimirse pensando que no es nadie. Resulta difícil saber, o imaginar, qué pretenden o qué obtienen los tarados que ponen en marcha patrañas de esta clase más allá del estúpido orgullo de sentirse importantes por haber logrado convertirlas en virales, pero sí cabe calibrar con bastante certeza el grado de trastorno de sus facultades. La cuestión no pasaría de constituir una manifestación más de la majadería imperante si no fuera porque a veces, como es el caso, algunos medios de comunicación cautivos de la dictadura del ‘clickbait’ se precipitan a darles carta de naturaleza sin preocuparse de las cautelas más elementales. Y eso sí es grave.

Porque una cosa es que el periodismo haya perdido, para bien o para mal, el monopolio de la intermediación informativa, y otra que si pierde también el de la verificación no habrá manera de distinguir la autenticidad de las noticias y los fabricantes de infundios camparán a sus anchas sin oposición que les contradiga ante la inexistencia de mecanismos de comprobación objetiva. Por simplificación solemos decir que la posverdad no es más que el nombre posmoderno de la mentira, pero convendría afinar una interpretación más precisa: se trata de un estado colectivo de opinión en que a la mayoría deja de importarle que los mensajes resistan la prueba de una constatación fidedigna. Este fenómeno de psicología social se ha vuelto trascendente en la política, y es la base de la expansión populista gracias a la complicidad activa y pasiva de los receptores de una mercancía que replican, pese a saberla o intuirla averiada, porque conviene a su interés partidista.

El sesgo de confirmación, multiplicado por los algoritmos de afinidad, crea en las redes o en WhatsApp enormes espejismos de realidad aumentada que a veces explican, por ejemplo, sorpresas electorales ingratas. Pero al trasladarse a los medios, aunque sea por la necesidad de obtener audiencia rápida, los transforma en vulgares mecanismos de repetición, en terminales de propaganda. Los principios de contradicción y de veracidad, esenciales en la reputación de la prensa, necesitan acreditarse mediante unas mínimas reglas de honestidad epistémica. Los muertos que mata internet gozan por fortuna de buena salud y pueden dar fe de su propia supervivencia. Lo malo es que no siempre se pueda decir lo mismo de las ideas.