Antonio Rivera-El Correo

  • No son González y Guerra los únicos veteranos del PSOE alarmados por el hecho de que la actuación del partido responde a la necesidad de su dirigente

Se equivoca el PSOE si interpreta las críticas de algunos de sus antiguos dirigentes simplemente como muestra de lo obsoleto de las posiciones de estos o, peor, como resultado de la presión de la derecha para quebrar la unidad partidista en torno a su líder actual. Algo de eso ha podido haber en el caso de los empeñados en fotografiarse y apoyar más los actos de sus opositores que de los suyos. La fina línea que separa la libertad de expresión en una entidad privada y voluntaria, aunque de servicio público, como es un partido político, del empecinamiento y trabajo de zapa en contra de tus propios compañeros no permite establecer un criterio rotundo sobre lo justo (o no) de alguna reciente expulsión. No interesa ahora tanto ese asunto como el de la contradicción de percepciones y maneras de hacer en el seno del socialismo español, sus razones y sus posibles consecuencias.

El lugar de los viejos dirigentes políticos siempre es complejo: enormes jarrones chinos, presentes, visibles, evitados e incómodos, estén donde estén. Mientras algunos se han mostrado prudentes, disciplinados y discretos, otros pretenden seguir siendo guía y vigía de los pasos de las formaciones que ya no comandan, dotándose de potentes ‘think tanks’ para ello: la distancia entre Rajoy y Aznar lo ejemplifica. En el caso de los socialistas, no creo que González, Guerra y otros referentes de aquellos tiempos y gobiernos se hayan excedido en presencias, opiniones o en la tentación de seguir dirigiendo después de los años. El PSOE es un partido viejo, asentado, vertical y respetuoso de la autoridad de los jefes que elige a cada momento y hasta lo debido democrático al tomar decisiones. Si ahora parece que esa discreción se ha roto es porque algo sucede.

No son González y Guerra los únicos veteranos de aquel PSOE de los 70-90 hoy alarmados por el cambio de su partido ante algunos problemas del país. Lo expresaron ya en los tiempos de Zapatero, cuando se pasó de la igualdad a la identidad, dicho de manera demasiado sintética. Y lo manifiestan ahora, cuando se pretende desbordar los límites del Estado de Derecho confrontando esa lógica con la de la democracia, con la de quién puede coyunturalmente sumar más votos -o escaños- que el otro. Este es un cambio de cultura política mayor porque afecta al conjunto de la sociedad española y a la manera en que nos percibimos organizados. A la vez, evidencia que el PSOE lee la realidad desde el izquierdismo y no desde el reformismo radical, respetuoso del Estado de Derecho, que le caracterizó desde los 80 para aquí.

La cuestión no es baladí e invita a preguntarse en qué congreso con participación de los afiliados ha resuelto el PSOE una mutación de semejante naturaleza e importancia. Sánchez fue elegido líder en su día, y no se debe cuestionar tal cosa, pero sí el que las grandes líneas de actuación de su partido no respondan a la reflexión de sus asociados y sí a la necesidad de su dirigente, a la mera oportunidad. La voz airada de los viejos dirigentes es la punta del iceberg de un desasosiego similar en la base de afiliación, de voto y de cuerpo social representado. No se han discutido horizontalmente las extraordinarias novedades de la política de estos días y todo deviene de una lectura vertical que se transmite y despliega hacia esas bases. La animosidad frente a una derecha vista como enemiga retiene otras expresiones de esa desazón: una cosa es ser crítico con mi partido o mi líder y otra pasarme al contrario o ponerme a su servicio. Así funciona también el cada vez más simpatizante-hooligan: le retiene entre los suyos la amenaza del contrario, pero se incomoda ante lo que ve.

Y la disciplina o el no trabajar para el oponente acaban convirtiéndose en un riesgo colectivo. Quien arriesga hasta lo inaudito es Sánchez, con un proyecto político que empieza y termina en él mismo, como tantas veces hemos visto. Cuando una organización de miles de personas le respalda por pasiva, sin saber a dónde le lleva, o cuando lo hacen millones de simpatizantes y votantes, todo lo que se ande de más será el camino que habrá que desandar cuando se alcance el fracaso, cosa a la que más pronto o más tarde se acaba llegando. Entonces, sin la extraordinaria razón de la necesidad política del líder máximo para seguir siéndolo, muchos más que los jarrones chinos o los militantes incómodos y silentes demandarán una reubicación del partido en las posiciones en que tradicionalmente lo reconocían. Y ese tránsito se hará en la oposición, con el desasosiego que comporta.

Todas las organizaciones evolucionan (o involucionan) y cambian, y siempre encuentran al viejo que se quedó con la ajada bandera diciendo ‘no es eso, no es eso’. El problema es saber si ahora nos encontramos con algo diferente, con algo que no tiene que ver tanto con el mudar de los tiempos y sus efectos habituales como con el oportunismo y sus exigencias. Y un partido maduro y serio como el PSOE tiene que hacerse esas preguntas.