Francisco Rosell-Vozpópuli

En este Cafarnaúm español, retomando el neologismo que Josep Pla introdujo en El cuaderno gris al acudir al juzgado de Balaguer y toparse con una plétora de legajos y expedientes esparcidos por el suelo, Pedro Sánchez asistirá esta semana complacido -con mueca de tonto dichoso que sonríe más cuanto más irreparable es el desastre que causa- a la investidura dada por fallida de Alberto Núñez Feijóo, el vencedor de los comicios del 23 de julio. Todo advierte que el jefe de filas del PP, al quedar a cuatro escaños de su propósito, como Carlos Sainz padre cuando en 1998 perdió su mundial de rallies al averiársele el coche a pie de meta, habrá de ceder el turno a quien está resuelto a acantonarse en La Moncloa sin afectarle “la perdición de todo y de todos”.

Con sus mismos 127 escaños, su paisano Rajoy fue investido, empero, presidente en 2016 merced a la abstención de la mayoría de diputados del PSOE pese al voto en contra de los prosélitos del defenestrado Sánchez que desacataron la orden del partido sin ser escarnecidos como “tránsfugas” ni expulsados de la organización de la que hoy se enseñorean. Como también lo había sido Aznar diez años atrás sin que su “amarga victoria” de 1996 animara a González a auspiciar una mayoría alternativa usando como palanca su “dulce derrota”. No se sabe si estaba tan cansado de sí mismo como los españoles de él, pero ni se lo pensó, pese a las presiones del grupo Prisa que se sacó de la chistera a Alberto Ruiz-Gallardón como comodín para que Aznar no culminara su “¡Váyase, señor González!” y arribara a La Moncloa.

Pese al llanto de plañidera de algunos socialistas, es difícil que un puñado de sus diputados se avenga a asistir a Feijóo aun cuando anden en juego cuestiones tan esenciales

De esta guisa, Feijóo se convertiría en el primer triunfador electoral desde la restauración democrática que no ocupara el sillón monclovita en provecho de un Sánchez que retendrá el cargo a un precio rayano en lo delictivo al amnistiar a los golpistas del 1-O en Cataluña con una norma que a saber con qué eufemismo la bautizarán (tal vez ley para la sostenibilidad de Cataluña y la lucha contra el cambio político) y descuajaringando la soberanía nacional con clara contravención de la Constitución. Pese al llanto de plañidera de algunos socialistas, es difícil que un puñado de sus diputados se avenga a asistir a Feijóo aun cuando anden en juego cuestiones tan esenciales. En ese trance, todo parlamentario debiera ejercitar un voto que no debe subordinarse a mandato imperativo al ser personal e indelegable, como concreta la Carta Magna en sus artículos 67 y 79. Es más, el Tribunal Constitucional ha dictaminado que no es obligatorio acatar la disciplina de voto si se contraviene la Ley de Leyes o el programa electoral -supuestos concurrentes en las mercedes de Sánchez al separatismo- contando para ello con amparo judicial. Aunque la partitocracia reduzca a los parlamentarios a títeres sin cabeza, nadie ha de ser tachado de tránsfuga por votar en conciencia como arguye el presidente castellano-manchego García-Page imitando a su padrino Bono como ministro-coartada de Zapatero con el Estatuto-Constitución catalán de 2006. Sin desdeñar -eso sí- que “a lo mejor Feijóo los encuentra”.

Puestos a ser precisos, ¿acaso cabe un mayor ejemplo de transfuguismo que el de un presidente que no planteó amnistía alguna ni tampoco un proceso constituyente cuando llamó a las urnas, sino que traería esposado al prófugo Puigdemont y desechó cualquier consulta de autodeterminación entonando campanudo: “Les digo a los líderes independentistas que nunca es nunca”? Archisabido es que, cuando un político dice “nunca es nunca”, hay que colegir que es por ahora. Pero nadie como Sánchez había llegado al extremo de que negar todo lo que afirma guiándose por las rayas rojas que jura no rebasar.

A un aventurero como Sánchez, en su irreversible fuga, le importa una higa el laberinto en el que mete a España sin el hilo de Ariadna del que tirar para salir del embrollo

Con su vis actoral de su época de la compañía Esperpento, Alfonso Guerra lo retrató de cuerpo entero al presentar La rosa y las espinas. Al lado de González, del que fue vicetodo, puso en claro que mal podían reprocharle por ser desleal -o tránsfuga, le faltó añadir- tras adoptar la posición de su secretario general al refutar su pacto con Podemos, al calificar de rebelión la revuelta secesionista o al negar los indultos a los golpistas y luego éste obrar en contrario. “El disidente no soy yo, sino el otro”, zanjó sin citar al innombrable presidente, como hacen los supersticiosos con los gafes. En todo caso, nadie mejor que Sánchez para autodefinirse: “Sanchismo es una combinación de tres cosas: de mentiras, de maldades y de manipulaciones”, como ironizó en “El Hormiguero” televisivo de Pablo Motos.

Por aquello tal vez del “ande yo caliente, y ríase la gente”, a un aventurero como Sánchez, en su irreversible fuga, le importa una higa el laberinto en el que mete a España sin el hilo de Ariadna del que tirar para salir del embrollo. Sáncheztein pone a prueba y en riesgo a la nación y a su democracia empezando por las instituciones a las que apeló al Rey frente a los que hoy forman séquito con quien encomió, con igual propósito felón que Fernando VII, “marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional”. Ello le valió que exministros del PSOE -incluidos condenados por corrupción- suscribieran una proclama este 23-J que evocaba “El manifiesto de los persas” de 1814 de los diputados absolutistas en socorro de “El Deseado” Fernando VII. Ocurre cuando no hay más patria que el partido y éste se convierte en “modus vivendi” hasta la indignidad.

En esta encrucijada, muchos ciudadanos se plantean si, marrada la investidura de Feijóo, Felipe VI debería encargar Gobierno a quien acudiría a La Zarzuela con el aval de un fugado y de quienes forzaron a Sánchez a indultarles para seguir en La Moncloa, junto a grupos cuya razón de ser es finiquitar la unidad de España y cargarse la Constitución, o dejar transcurrir dos meses para repetir comicios. Como cabeza de la Nación, Felipe VI ve ceñir sus sienes ya plateadas con una corona de espinas. Constata que el “firme compromiso de todos con los intereses generales” se resquebraja a ojos de aquellos catalanes a los “les digo que no están solos, ni lo estarán” y de muchos otros españoles. Hoy “el firme compromiso de la Corona con la Constitución y con la democracia (…) y mi compromiso como Rey con la unidad y la permanencia de España” lo traiciona su primer ministro al revolverse contra lo que prometió “cumplir y hacer cumplir” sobre un ejemplar repujado de la Carta Magna.

Reverbera el comentario que, entre el frufrú de togas y puñetas de la apertura del año judicial bajo la presidencia de Felipe VI, deslizó un alto togado sin encontrar respuesta: “¿Hasta cuándo podremos seguir impartiendo justicia en nombre del Rey?”

A nadie se le oculta –ni siquiera a un presidente sin escrúpulos- el trágala que ello supone para quien aquel turbulento octubre de 2017 supo estar en su sitio y al que hogaño se le pena a debatirse hamletianamente entre la incomprensión de parte de la Nación y el jolgorio de quienes se vengan por mano de Sánchez de su histórica apelación contra los golpistas alzados desde la Generalidad. Aunque La Zarzuela se atenga al “Yo no soy el rey de Bélgica” de don Juan Carlos -así fue hasta ahora- cuando una periodista italiana le inquirió en 1990 sobre la renuncia de Balduino de Bélgica durante 36 horas al trono para no respaldar la despenalización del aborto, nadie ignora el brete en el que Sánchez sitúa a don Felipe con su pacto de lesa traición por no apearse del burro independentista. En esas dañosas circunstancias, reverbera el comentario que, entre el frufrú de togas y puñetas de la apertura del año judicial bajo la presidencia de Felipe VI, deslizó un alto togado sin encontrar respuesta: “¿Hasta cuándo podremos seguir impartiendo justicia en nombre del Rey?”. En dilema parejo, Azorín anotaría: “¿Y éstos son los hombres que monopolizan el poder mientras España se desquicia, se hunde?”.

Saboteando la posibilidad de entenderse de partidos que hablan una lengua común y que se declaran constitucionalistas, un sedicente Sánchez apuesta por una desgobernanza babélica que genere la confusión y destrucción que en la bíblica torre babilónica. En ésta prefigurada Babelia (valga como acrónimo de Babel y Babia), el discurso político no se ajusta a los hechos, sino que prima lo que se quiere ver para que los hechos no hablen por sí. De este modo, los hechos más graves, estando a la vista, cogen a las gentes siempre desprevenidas y, al estallar, se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”.  A este fin, Sánchez muelle el colchón de la opinión pública para que ésta duerma el sueño de los justos, mientras acredita como las democracias pueden demolerse desde dentro mediante ese golpe de Estado permanente que el socialistas Mitterrand achacaba a De Gaulle.

Por eso, en esta hora crítica en la que se hace cierto el aserto de que la derecha no sabe ganar y la izquierda no sabe perder, la sesión de investidura de este martes del presidente del PP tiene un carácter híbrido al combinarse, de forma ineludible, con una moción de censura contra la liga de “noistas” que apareja Sánchez a los que sólo une el odio a la derecha y el convencimiento de que éste es su mejor ariete para fracturar y fragmentar la más antigua nación de Europa en una confederada “nación de naciones”. No hay que insistir en lo poco que pervivirá España por esa vía en su red de arañailidad ar repujado de la Catno eran una muestra de diversidad y pluralidad, sino el simbola de autodestrucción de la mano de un Sáncheztein que adopta la parla nacionalista y olvida que siempre paga con deslealtad. “Para el del mal contento todo es poco”, alerta el clásico.

Después del éxito de la manifestación de su partido de ayer en Madrid, debiera coger aire y desplegar velas con rumbo cierto, pero sin echar las campanas al vuelo dado como el centro derecha dilapida sus éxitos

Cuando suba al ambón y debata con sus contrincantes, Feijóo debe ser capaz de transmitir a la Nación un proyecto sugestivo que haga frente, con resolución y cuajo, a lo irremediable si quiere ser percibido como el estadista que auguraba y que no acaba de ser para esos españoles que hacen de la necesidad virtud. No anima cómo abordó la recta final de campaña de la que desapareció, creyendo tenerlo todo ganado, y cómo su vacío permitió a Sánchez cortarse un traje a su medida de Petronio. Ni tampoco que esta tornaboda poselectoral en la que, entre la depresión y la saudade, ha transmitido la impresión de ser el político feble que no era en Galicia. Ello ha agudizado el ruido y la confusión reinantes en el cuartel general de la calle Génova rememorando la bulliciosa pensión estudiantil compostelana de la Casa de la Troya de la novela de Pérez Lugín. Como colofón, el estrambote de tenor hueco con sus gorgoritos en euskera de su portavoz, Borja Sémper, incapaz de discernir que los pinganillos para una traducción simultánea que no precisa nadie no eran signo de pluralidad, sino de ruptura de la nación liquidando el español como lengua común en la sede de la soberanía nacional.

Después del éxito de la manifestación de su partido de ayer en Madrid, debiera coger aire y desplegar velas con rumbo cierto, pero sin echar las campanas al vuelo dado como el centro derecha dilapida sus éxitos -valga como símbolo la histórica manifestación de la madrileña plaza de Colón que impuso a Sánchez aparcar sus claudicación de Pedralbes ante el “Le Pen catalán”- y como compra el marco ideológico de la izquierda hasta quedar atrapado en su red de araña. Por esa avenida, Sánchez se dirige a renovar su investidura Frankenstein con los que están dispuestos a repetir el golpe del 1-O tras haberles derogado el delito de sedición y abaratar la malversación de caudales, así como pertrecharles de los medios precisos. En esas condiciones, en el momento en el que el Rey diera su plácet a Sánchez junto a quienes se insubordinaron contra el régimen constitucional y contra la integridad territorial de la que es salvaguarda el monarca, se franquearía la puerta del infierno en la que Dante escribió: “ Perded toda esperanza”.