Felipe Benítez Reyes-Ele Correo

  • Que una amnistía neutralizaría los delirios independentistas no deja de ser otra forma de delirio

Pedro Sánchez procura ocultar en la manga el as de la amnistía, con la peculiaridad de que la manga de su chaqueta es transparente y el naipe oculto queda a la vista de todos. De esa carta depende, salvo sorpresa, el éxito de su investidura, que nos haría recordar el título que se dio en español a una novela de Graham Greene: ‘El que pierde gana’. Y ganaría con el apoyo de fuerzas como el PNV, Junts o Bildu, que es el primer plazo de la hipoteca que habría de abonar para formar un gobierno que se define como progresista.

En principio, conviene distinguir entre amnistía e indulto. Al contrario del indulto, la amnistía supone la anulación del delito, lo que nos llevaría a preguntarnos si cabría atribuir un delito de prevaricación a los jueces que condenaron a los posibles amnistiados. También conviene distinguir lo que supondría una amnistía en estos momentos de lo que significó la de 1977: no es lo mismo enmendar la aplicación del código penal vigente durante una anomalía dictatorial que del vigente en una democracia normalizada. Por otra parte, se trataría de una amnistía un tanto chocante, dada la voluntad manifiesta de sus posibles beneficiarios de reincidir en los delitos por los que fueron condenados, lo que exigiría una concesión de amnistías en bucle o bien una modificación legislativa que despenalizase las proclamaciones de independencia y los referendos ilegales.

En su momento, ante el simulacro de referéndum de 2017, el Gobierno de Rajoy cometió la torpeza de convertir en una gesta épica, a fuerza de palos, lo que no era más que una farsa. Ahí se perdió tal vez la verdadera ocasión de una amnistía: encogerse de hombros ante aquel disparate y hacer una pregunta muy simple a sus promotores: «¿Y ahora qué?». Por querer demostrar fortaleza, el Gobierno central hizo gala, en fin, de debilidad.

La concesión de una amnistía es posible que despierte en algunos la sospecha de que se trata de la concesión de un nuevo privilegio que la clase política se concede a sí misma, y resultaría tan desconcertante como amnistiar a los condenados por los ERE en Andalucía, pongamos por caso. Por lo demás, parece ser que cualquier reticencia ante esa medida de gracia implica una falta de humanitarismo: los españolistas vengativos, los sin piedad, los justicieros.

Sugerir que una amnistía neutralizaría los delirios independentistas no deja de ser otra forma de delirio. Aun así, ¿beneficiaría al país en pleno una amnistía selectiva, limitada a uno de sus territorios? No podemos saberlo, porque cosas más raras se han visto. Lo que sí sabemos es que beneficiaría a Sánchez como ciudadano particular. Y ahí es donde la maniobra se enrarece.