ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • España también avanza en la deriva populista: cuantos más pobres haya, más votos tendrá Sánchez
Muchos se sorprenden de que Argentina, donde profesionales muy cualificados ganan 300 euros al mes y pierden 60 en la siguiente nómina por el repunte cruel de la inflación, haya votado continuidad, a la espera de que una segunda vuelta confirme la victoria del peronismo o resucite a Milei, un provocador sin límites que irrumpió gracias a esa actitud pero también puede naufragar por ella.
Pero si alguien debe entender aquello es un español. Porque España también gira hacia el asistencialismo y la intervención, la fórmula que genera ciudadanos atemorizados por las crisis que, para ir tirando, mira hacia aquel que presuntamente va a atender mejor sus mínimos vitales, insuficientes para llevar una vida próspera pero válidos para sobrevivir.
La pobreza es un negocio político, un enorme generador de votantes sumisos que al principio entregan su voluntad electoral por interés y al final, cuando se acostumbran a ese estatus, lo hacen también por pereza.
Las democracias mueren y los países prósperos se arruinan cuando la política descubre una fórmula sobrecogedora pero útil de prosperar: generar problemas y buscarle luego cuidados paliativos, en la dosis suficiente para que le salgan sus cuentas electorales sin que le cuadren ya nunca a sus clientes rendidos los números.
Hace tiempo que Sánchez cogió las recetas de Pablo Iglesias, aprendidas en sus largos años de asesor en Latinoamérica, y las perfeccionó, con el toque doméstico aprendido y aplicado durante décadas en Andalucía: quitarle casi todo a la mitad de España para darle lo justo a la otra mitad, procurando siempre que su porción del pastel demoscópico sumara al menos un voto más que la otra.
Las consecuencias son evidentes: suben la deuda y el déficit; se prioriza el funcionariado como salida laboral; se hunden la renta disponible y el Producto Interior Bruto y se transforma el estado de bienestar en un proveedor de limosnas incompatibles con la consolidación de una sociedad próspera pero espléndidas para acabar con la autonomía y la libertad del ser humano.
Todas las propuestas económicas de Sánchez, y no digamos de Yolanda Díaz, venden la misma idea lamentable de que todo el mundo puede vivir del Estado, aunque es el Estado quien vive de todo el mundo, generando con ello sociedades perezosas, sin criterio, seguidistas y acríticas, que son el producto perfecto para políticos como ellos.
El peor frentismo implantado en estos años de sanchismo es el que ha dividido a España entre pagadores y cobradores, pues condena a los primeros al esfuerzo y la confiscación y obliga a los segundos a respaldar esa terrible dicotomía para poder vivir del cuento, aunque sea a duras penas.
Ahora el Gobierno disfuncional plantea creación de empleo público, reducir la jornada laboral, subir los impuestos al trabajo y a la iniciativa empresarial y perfeccionar el sistema de pagas con todo ello, en una renuncia clamorosa a la riqueza que es, a la vez, una apuesta imbatible por su propia continuidad. Porque si los pobres son sus votantes más fieles, ¿qué otra cosa si no pobres necesita generar en España?