Tosquedad

JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Lo tosco opera como un armazón que se pone a los mensajes. Estos, presentados en su nudo sentido, resultarían intolerables para el público
Tengo para mí que las voces públicas del PSOE vienen seleccionadas de acuerdo con un criterio populista, entendido aquí el adjetivo en un sentido prepolítico. Podríamos escoger «popular» si este no tuviera, junto a connotaciones asimismo políticas, otras derivadas de la sociedad de masas y, por si fuera poco, aun otras de alcance institucional. Es populista pues, a mi entender, la elección de portavoces como López o Puente, que tienen en común una oratoria agresiva de barra de bar, esa cosa antigua y deprimente de «al pan, pan y al vino, vino», frases como trabucos, la rudeza por norma.
Lo tosco opera como un armazón que se pone a los mensajes. Estos, presentados en su nudo sentido, resultarían intolerables para el público. Incluyendo una parte del suyo, los que llegan bien dispuestos a recoger argumentos con los que calmar su temor. Porque en cualquier izquierdista de cierta edad, en cualquier zurdo que haya hecho algo más que adscribirse nominalmente, que haya dado por la causa algo más que cuatro gritos en otras tantas manifestaciones, ha nacido un miedo creciente. Es el miedo al extravío, al no poder responderse íntimamente a preguntas como: ¿quiénes somos «nosotros», el sujeto activo de estas políticas tan chocantes? ¿Qué tiene que ver lo que vengo defendiendo durante tanto tiempo con el abrazo a los canallas que nos asesinaban? ¿Desde cuándo trabajamos para que la altiva burguesía catalana, que nos ha despreciado toda la vida, se libre de las consecuencias de sus delitos, para que se la premie con fiscalidad propia, con un mediador…?
Pero tales preguntas no tienen respuesta posible que no acabe provocando la defección ideológica, esto es, bajarse del burro de la izquierda. Por eso a los votantes –y en especial a los militantes, siempre más ciegos, siempre más interesados– se les da gato por liebre. Gato sentimental por liebre racional. Lo importante es que no piensen mucho, y la mejor manera de lograrlo es servirles el cóctel preferido de la izquierda contemporánea: construcción del enemigo más inmediata aplicación de la lógica schmittiana (amigo-enemigo). Ello exige agitar el espantajo del fascismo, que le viene funcionando a la izquierda en todo Occidente (en Oriente no acaban de verlo) desde la irrupción en la historia del genio de la propaganda Willi Münzenberg. «Fascista» no significa fascista sino personaje o grupo que entorpece nuestros planes. Fascista fue el PP cuando el Pacto del Tinell y cuando la onda expansiva de las bombas de los trenes eyectaron a Zapatero a la Moncloa. «Extrema derecha» llamaron todos al Ciudadanos socialdemócrata (incluido el PP, por contagio) cuando entraron en el Parlamento catalán. Fascista es ahora Vox y quien con ellos pacte, fórmula que permite a Sánchez recoger toda la calderilla política de España. Obtenido el poder, toca cumplir con exigencias antijudiciales y antimonárquicas, todas inconstitucionales: el cumplimiento es tan antidemocrático, tan insolidario, tan destructivo, que el izquierdista teme, siente un vacío bajo sus pies. Y entonces llegan en su auxilio, con su connatural sutileza, un López, un Puente.