IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La mitología antifranquista del atentado de Carrero sirvió a ETA de coartada política para su delirio de sangre y fuego

La percepción de la sociedad española sobre ETA no fue siempre la misma en el último medio siglo. Dejando de lado –que es mucho dejar– el ignominioso olvido actual, favorecido por el relato oficialista y el blanqueo de Bildu, hasta bien entrados los noventa no se consolidó un consenso de rechazo masivo. Durante los primeros compases de la democracia existió una notable indiferencia respecto a las víctimas del terrorismo, casi todas militares, guardias civiles y policías cuyo sacrificio fue recibido con un desapego notable que debería avergonzarnos en un análisis retrospectivo. Y hubo un momento inicial, el del asesinato de Carrero Blanco, en que la banda se benefició incluso de un cierto prestigio como supuesta desencadenante del principio del fin del franquismo.

Teorías conspirativas aparte, es obvio que el atentado de la calle Claudio Coello tuvo una importancia esencial en la agonía política del régimen Franco, a esas alturas en claro declive aunque todavía lo bastante sólido para gestionar su propio legado. La desaparición del delfín señalado de forma implícita por el dictador precipitó sin duda el advenimiento democrático, pero de ahí a considerar a ETA como elemento catalizador de la Transición media un salto que falsea por completo el relato. Entre otras razones porque la misma organización criminal se encargó de inmediato de sabotear el proceso a sangre y fuego, a una escalofriante media de setenta muertos por año.

Resulta innegable, sin embargo, que el magnicidio generó entre la izquierda antifranquista una manifiesta corriente de simpatía. Entonces la resistencia se limitaba al activismo sindical, una cierta protesta universitaria y la agitación subversiva organizada por el Partido Comunista junto a unas pocas y pequeñas formaciones satélites clandestinas. Había tímidas tomas de posición en la derecha democristiana y liberal, que no pasaban del conciliábulo o la intriga, y el PSOE en el interior simplemente no existía. En ese contexto, el golpe a la cúpula de la dictadura fue saludado con indiscutible (aunque disimulada) alegría y rodeó a ETA de un aura partisana, casi heroica, que la protegió con el escudo mitológico de la guerrilla.

Quizá sin ese error moral, comprensible por las circunstancias pero estratégicamente funesto, el desafío terrorista no hubiese podido prolongarse durante tanto tiempo. La perspectiva histórica y el devenir de los hechos nos ha permitido ver la tenebrosa línea de continuidad que existe entre la voladura del coche de Carrero (con él dentro) y el delirio de violencia indiscriminada que los asesinos llamaron «socialización del sufrimiento». Por mucho que alguna vez nos confundiéramos, y por más que el oportunismo del presente trate de ennoblecer a sus herederos, los etarras nunca fueron otra cosa que un manojo de sicarios al servicio de un designio siniestro. Y jamás han dejado de serlo.