Manuel Montero-El Correo
- Las versiones del pasado se retuercen y cambian. No narran lo sucedido sino las glorias de la nación o cómo se van imponiendo los progresistas
En nuestra enseñanza tradicional era básica la ‘historia sagrada’, en la que aprendíamos la intervención divina en los asuntos humanos. La fuente era la Biblia y en su primera parte contaba la historia de los judíos como pueblo elegido, hasta llegar al Nuevo Testamento y ampliarse el ámbito de preferencias divinas, extendidas a los cristianos en general y a los católicos en particular. No creo que figurase literalmente en el libro de texto, pero rondaba la idea de que Dios nos tenía particular estima a los españoles, amor divino que nos ganábamos gracias a nuestra fe profunda y a nuestra afición a liarnos a mamporrazos en defensa del Dios verdadero, los santos y el Papa. Contaba también la obsesión misionera, tarea para la que estábamos muy bien dotados: indígena que tropezábamos en América quedaba enseguida convertido.
También antes se bautizaban musulmanes a mansalva, pero a esto se le daba menos mérito, por entenderse que viviendo en España la adopción del cristianismo era lo natural. Y estaba la propensión patria al martirio, ese gusto nacional por dar la vida para sostener las auténticas creencias, pues no perdíamos ocasión por inmolarnos. Ventajas de ser español.
La historia sagrada que estudiábamos tenía un no sé qué épico, serpientes tentando, fratricidios, adulterios, asesinatos, traiciones, venganzas, castigos divinos, idolatrías, etcétera. Todo debidamente justificado -incluso cuando Abraham se va al monte a matar a su hijo, barbaridad que nos parecía heroica- y objeto de veneración.
Al lado de la historia sagrada, la historia ‘profana’ resultaba una vulgaridad. Tal y como la estudiábamos, unos reyes grises y ambiciosos se hacían la guerra hasta llegar a los Reyes Católicos que empezaban a enderezar las cosas, seguidos de reyes ilustrísimos pero sosos y con validos, que nos echaban a perder. La historia profana recuperaba algo el aire cuando tocaba darles caña a los franceses, pero seguía un lío de liberales raros, carlistas con barba y desastres sin cuento. Tras lo de Cuba tenías la impresión de que el pasado se iba diluyendo, quedándonos atrancados en el tiempo.
Todo daba en turbio y garbancero, nada comparable a las emociones de la historia sagrada, que entre incestos, homicidios, genocidios, traiciones y amancebamientos conllevaba su lección moral, no siempre identificándose el mal con el delito, pues todo dependía de la voluntad divina. Las mayores atrocidades quedaban santificadas si andaban por medio directrices divinas o profetas, que no eran como Nostradamus y los de ahora, sino que acertaban siempre.
Hoy todo ha cambiado. Socialmente la historia sagrada ha desaparecido, salvo lo que queda en las películas clásicas de aire bíblico y en las explicaciones de los guías turísticos cuando te enseñan una catedral. Pero ha perdido la prestancia explicativa de antaño, para reducirse a anécdotas que se cuentan como creencias antiguas.
Lo que era historia profana y llamamos historia se ha convertido en una compleja explicación profesional del pasado. Sin embargo, públicamente ha dejado de contar. Preguntas a un estudiante por personajes del pasado y los dejan reducidos a Escobar y Churchill, gracias a que cuentan con sendas series televisivas.
Y, sin embargo, pululan en los discursos públicos, afirmaciones políticas e interpretaciones mediáticas abundantes versiones del pasado, que hacen las veces de historia. Se alejan de lo que estudian los historiadores y tienen utilidad ideológica, aunque no se correspondan con la realidad.
Lo sorprendente es que la historia que se divulga adquiere la naturaleza de historia sagrada. El pasado se convierte en la expresión de distintas fuerza ideológicas o identitarias, cuya acción resulta salvadora. Se entiende, a veces, que el espíritu de la nación guía a la sociedad. Adquiere un vigor místico, una energía a la que deben plegarse las acciones humanas.
Algo parecido sucede con interpretaciones que parten de la lucha de clases y han evolucionado, por la vía del simplismo dogmático, desde sus orígenes materialistas hasta idealismos que subliman a algunas fuerzas sociales, cuya futura victoria, equiparada al triunfo del bien, resulta inevitable. Todo adquiere un aire metafísico, espiritual, con la diferencia de que en la historia sagrada tradicional los textos proféticos indicaban los caminos de la intervención divina y en las nuevas historias sagradas los caminos para seguir la recta vía son confusos.
No importa. Las versiones del pasado se han retorcido y cambian. No narran lo sucedido sino las glorias de la nación y su resurgimiento; o los sufrimientos de los progresistas y cómo se van imponiendo. En relatos fantasiosos que creen en el cumplimiento del destino nos dirigimos hacia futuros utópicos. Todas las historias sagradas hablan de sufrimientos, pero también de la futura llegada al paraíso.