La actual situación de descomposición que atraviesa España, con un Gobierno aliado con sus peores enemigos -los separatistas y los herederos de ETA-, el Estado de Derecho hecho jirones, el sistema educativo público preocupantemente degradado, la política impregnada de maniqueísmo y basada en la confrontación sin cuartel y la existencia misma de la Nación seriamente amenazada, está suscitando una abundancia de reflexiones y análisis sobre las causas, tanto remotas como inmediatas, tanto estructurales como circunstanciales, del presente desastre. Entre ellas, algunos estudiosos han prestado gran relevancia al complejo de culpa de los dos grandes partidos nacionales respecto de los nacionalismos periféricos, notablemente el catalán y el vasco.
De acuerdo con esta interpretación, en la mente de las elites del régimen anterior deseosas de implantar un régimen democrático tras el fallecimiento del general y también de la oposición de izquierdas a la dictadura existía y ha seguido existiendo la idea de que los nacionalistas habían sido especialmente reprimidos durante el franquismo, no sólo en sus aspiraciones de autogobierno, sino asimismo en sus peculiaridades lingüísticas y culturales. Desde esta perspectiva contrita había que compensar a catalanistas y vasquistas por los cuarenta años de sufrimiento durante los cuales su ser intrínseco no se había podido manifestar ahogado por el uniformismo coactivo de un sistema autoritario. Este sentimiento de reparación implicaba necesariamente, y así ha sido por desgracia, que el concepto de Nación española adquiriera connotaciones negativas y antipáticas, mientras la categoría de nacional se vinculaba en tono positivo a los particularismos regionales hasta el punto que llegó a cristalizar absurdamente la asociación de descentralización política con mayor grado de democracia, como si los Estados unitarios administrativamente descentralizados no pudieran ser tan democráticos como los de corte federal.
Este afán de compensación de agravios pretéritos, que los nacionalistas no limitaban al pasado más reciente, sino que extendían imaginativamente a siglos atrás, condujo al Estado de las Autonomías y a una dinámica perversa de concesiones y permisividad crecientes, en la que cuanto más descaradas y abusivas eran las reivindicaciones nacionalistas, mayor era la disponibilidad de los Gobiernos centrales, fuesen del color que fuesen, a concederlas. Semejante proceso de centrifugación continua culminó en septiembre y octubre de 2017 en la subversión abierta de una Generalitat catalana en manos del separatismo, dio lugar al dramático discurso del Rey del 3 de octubre y a la aplicación del artículo 155 de la Constitución con la suspensión de la autonomía y la toma del control de las instituciones catalanas por el Gobierno de la Nación.
A esta catástrofe siguió la llegada a La Moncloa de un sujeto muy singular, de una amoralidad extrema, de una ambición personal sin freno y de una egolatría patológica
Tal fue el pavor y la mala conciencia de las fuerzas de ámbito nacional por haber osado aplicar una medida tan necesaria como inevitable, que se apresuraron a restablecer la hegemonía secesionista en Cataluña, lo que fue lógicamente interpretado por los nacionalistas como una gran victoria política y los envalentonó como nunca. A esta catástrofe siguió la llegada a La Moncloa de un sujeto muy singular, de una amoralidad extrema, de una ambición personal sin freno y de una egolatría patológica que, con tal de conservar el poder, se cambió de bando y de encabezar un partido comprometido con el orden legal y los valores de la Transición pasó a sellar un acuerdo nefando con los separatistas, los filoetarras y los comunistas poniendo la Nación en almoneda y pisoteando la Constitución a placer.
Este relato, el del complejo de culpabilidad de las clases dirigentes del franquismo y de la llamada oposición democrática respecto de los nacionalismos, tiene su parte de verdad y sin duda se produjo y se prolongó en el tiempo, pero a mi juicio hay que poner la atención en un fenómeno más profundo y más inquietante: el de la aceptación, consciente o inconsciente, por parte de las restantes formaciones parlamentarias del pensamiento aberrante de que la identidad étnica, lingüística, histórica, cultural o geográfica es un valor determinante con significativo peso moral y de que los movimientos sociales y políticos que hacen de ella el primero en la escala axiológica por encima de aquellos que son universales como la libertad, la igualdad o la justicia, lejos de ser percibidos como perversos y como un problema para la democracia y la convivencia, han de ser aceptados como un actor legítimo dentro del pluralismo que caracteriza a las sociedades abiertas.
El veneno identitario
Es famosa la dedicatoria de Friedrich Hayek en su libro Camino de servidumbre: “A los socialistas de todos los partidos”, con la que quiso poner de relieve que los planteamientos estatistas y colectivistas habían calado en mayor o menor medida en todas las opciones electorales y que prácticamente ninguna se adhería sin reservas a la libertad como principio conductor de la economía y de la arquitectura institucional. A lo largo de las cuatro décadas y media de democracia constitucional que hemos vivido ya los españoles, no sería una hipérbole dedicar una obra de teoría política “A los nacionalistas de todos los partidos” porque el veneno identitario ha penetrado no sólo en los adoradores del Volkgeist, sino en el hemiciclo completo de la Carrera de San Jerónimo.