FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Las ventajas que del ‘caso Koldo’ puede extraer ahora el PP, como ocurrió en su día con el PSOE, no pueden ocultar que los afectados somos todos

Lo peor del caso Koldo/Ábalos es lo que suma a nuestro ya insufrible malestar político. Como si no tuviéramos suficiente con todo el ruido generado por la amnistía y sus derivadas, o la inescapable resonancia de los conflictos internacionales. Al diapasón de la política nacional se agrega el de esta nueva situación planetaria. Lo peor de todo, sin embargo, es que este nuevo caso de venalidad política nos retrotrae a tiempos que pensábamos que estaban periclitados. Como si de un enfermo de Alzhéimer se tratase, la sociedad actual tiene poca memoria inmediata. Nunca han dejado de producirse estas quiebras de la ética pública, y menos aún cuando la pandemia ofreció excepcionales condiciones objetivas para que los pillos hicieran de las suyas. La persecución del olvido como terapia frente al sufrimiento provocado por la pandemia nunca podrá enmendar lo acontecido en las residencias o la conducta de los aprovechateguis de turno.

De poco nos sirven las clásicas huidas de la asunción de responsabilidades que se esconden detrás de los ya manidos “y tú también” o el “y tú más”. Aunque ahora con un giro que no es menor: el estallido del actual escándalo bajo las nuevas condiciones de polarización extrema y en plena hybris de las redes sociales y la sociedad del espectáculo. Una se expresa en la Schadenfreude con la que aquel es acogido por la oposición y sus medios afines, que apenas pueden ocultar el arrebatado placer con el que informan de cada nuevo dato sobre el asunto. Lo otro tiene su más gráfico reflejo en la propia actitud de Ábalos, con sus paseos por los medios y sus declaraciones públicas. Su larga experiencia política le ha enseñado que la mejor defensa es un ataque, y que este pasa por sembrar su propio relato. La realidad no importa, lo decisivo es construirla a la medida de los intereses de cada cual. Por lo pronto ha conseguido que la decisión del Supremo sobre Puigdemont, otro personaje de similar ralea, sea casi eclipsada. Con todo, el tándem Puigdemont/Ábalos va a convertir la legislatura en un verdadero campo de minas, y con las elecciones europeas a la vuelta de la esquina.

Bajo condiciones de política normal, si es que esta existe, sería hasta comprensible. Resulta, por el contrario, que pocas veces hemos sentido tan cerca del cogote el hálito de tal cantidad de problemas sociales y políticos. Y no hace falta que los recite, son bien conocidos. Cubrirlos bajo el manto que proporciona ahora este nuevo escándalo solo va a conseguir achicar nuestra conversación pública. Que no se me malinterprete, sobre los responsables debe recaer todo el peso de la ley, en este y en cualquier otro caso de venalidad pública. Pero las ventajas que de él puede extraer ahora el PP, como ocurrió en su día con el PSOE, no pueden ocultar que los afectados somos todos, no un partido u otro, por mucho que se hagan los ofendiditos. Tan trágica como la corrupción es una situación en la que el recurso a consideraciones éticas se subordina a lealtades partidistas y se silencia todo lo demás. De lo que se trata es de definir cuál es el mal y extirparlo entre todos. Sin embargo, en esta política escindida en dos grandes batallones no hay más mal que el que representa el propio enemigo. De lo que deberían ocuparse es de resolver nuestros problemas. Para eso existe la democracia. En una situación parecida, J. Pradera lo dejó meridianamente claro cuando animaba a ser implacable con la realidad de la política democrática sin abandonar la fe en sus ideales. A ellos es a quienes debemos nuestra lealtad, no a este u otro partido.